El oso polar aguza todos los sentidos al percibir un crujido del hielo bajo sus plantas. Al poco, sin transición, la alerta del oso se convierte en estupor al ver que el vasto continente blanco que ha sido su hogar ha quedado reducido a una minúscula placa sobre la que navega a la deriva hacia latitudes más cálidas e ignotas donde el copioso abrigo que le ha dado la naturaleza se convierte en su mortaja. No debió ser muy distinto el vértigo de los diputados del parlamento español cuando votaron ayer el decreto de reparto de los fondos europeos. Una expresión de estupor recorrió las caras de los padres de la patria al ver el paisaje político resultante. ¿Qué hace un oso polar en un paisaje de palmeras?, ¿qué hacen vox y bildu apoyando al gobierno socialista?, ¿qué el pepé negando el pan y la sal a las comunidades autónomas que gobierna?, ¿qué los soberanistas catalanes rechazando el único flotador que puede remediar la decadencia de su país?
Los humanos, como las demás especies que estudia la zoología, necesitan un ecosistema al que se adaptan para sobrevivir y medrar, y así ocurre mientras el biotopo permanece estable. La especie humana es invasiva y colonizadora pero no invulnerable, y los partidos y agrupaciones que la representan necesitan tener claro el marco y las condiciones en que operan. Es el marco lo que está cambiando. La pandemia nos deja literalmente desnudos e inermes. El tipo humano de estos días es un montón de carne y huesos al que seis u ocho esforzados sanitarios dan la vuelta en la camilla de una unidad de cuidados intensivos para que recupere la respiración. En esta circunstancia, la supervivencia depende de un hecho bruto: la fuerza física de los sanitarios y los recursos técnicos a los que está enchufado el paciente. El oso polar necesita toda la fuerza e inteligencia que pueda reunir concentrada en la deriva del fragmento de hielo que le lleva por corrientes ignotas y amenazadoras, y lo último que necesita es otro oso que le lleve la contraria. La democracia requiere tranquilidad y cierto bienestar, incompatibles con la presente emergencia. Esta circunstancia es lo que convirtió en agónica la votación de ayer, que en otras condiciones hubiera sido una tediosa sesión parlamentaria más.
También puso en evidencia lo artificioso del debate político, tan amanerado que quienes viven de él han terminado por considerar que es un juego de mesa a varias bandas en el que todas las tiradas de dados tienen el mismo valor. La inmunidad de rebaño, esa noción que hemos aprendido estos días, está ínsita en todas especies gregarias, desde las sardinas a los ñus, que reaccionan al unísono ante un peligro que los amenaza a todos. El estado debe ofrecer, en primer término, seguridad y protección, y en esta tesitura los tocapelotas llevan las de perder. En política se puede estar en el lado acertado o equivocado sin moverse de sitio, si lo sabrá el oso polar. Hay, sin embargo, en esta parábola del oso errante, como en todos los mensajes evangélicos, una esquina que desafía la lógica racional.
El oso no es un animal gregario, es un emprendedor y devora a los oseznos de su especie para tener a las hembras a su disposición. El progre típico se pregunta por qué devora a las crías si él mismo pertenece a una especie en peligro de extinción, parece una política de natalidad suicida. La respuesta es tan simple como sorprendente: porque el oso no cree que la supervivencia de su especie sea de su responsabilidad. Lo mismo que piensan los políticos cuando votan esto o aquello. Ahora mismo, nuestra supervivencia está delegada en un monstruo enorme, feo hasta en el nombre, astrazeneca, un tiranosaurio rex de la salud pública que con suerte se zampará a una generación entera de la familia de la especie homo sapiens a la que la ciencia conoce como europeístas.