Nomadland, ahora en cartelera y candidata a algunas estatuillas que se entregarán este mes, es una peli pletórica de energía lírica, heredera de dos fuerzas dominantes en la ideología estadounidense. El peregrino y la marcha al oeste. No son términos sinónimos. El primero alude a una raíz religiosa; el segundo describe un proceso colonialista convencional, tal como lo han practicado los países occidentales desde hace cinco siglos: apropiación de la tierra, exterminio de las poblaciones nativas y ordenación de los recursos para impulsar un tipo de progreso basado en la propiedad privada, el avance tecnológico y la acumulación de capital. Nomadland se desarrolla cuando esta civilización ha agotado su ciclo. El fin de la Historia, tal como la entendió la modernidad desde el siglo XVI, ha dejado de ser una hipótesis académica para convertirse en una experiencia tangible y la plasmación de este hecho en imágenes de gran belleza formal da a la película un irresistible encanto. El tono elegíaco del relato alcanza con facilidad al espectador porque de alguna manera hemos introyectado la evidencia de que tenemos que afrontar los desafíos diarios sin esperanza o, como dice la frase hecha, sacando fuerzas del flaqueza, como los personajes de la película.
Mujeres y hombres que lo han perdido todo a la edad tardía –empleo, casa, familia- vagan en sus furgonetas y caravanas por un paisaje desolado del que solo su mirada puede extraer algún atisbo de belleza. No son nómadas, como sugiere el título, ni se dirigen a parte alguna porque más bien ruedan por un territorio diríase que confinado a pesar de su magnitud geográfica para encontrarse en ciertos puntos convenidos por la costumbre, aparcamientos y campamentos de caravanas en mitad de la nada, donde conversan, se cuentan sus sueños, reparan sus vehículos si pueden, comparten con otros una comida, practican una economía de trueque con objetos de desecho y vuelven a alejarse, cada uno por su lado, para satisfacer sus necesidades materiales o dar cumplimiento a sus sueños.
Necesidades reducidas al mínimo y sueños degradados por el peso de una realidad aplastante. Entre los puntos de referencia en este paisaje desolado hay algunos lugares reconocibles de nuestra civilización en los que desemboca la deriva de la protagonista para salir de apuros extremos: una empresa de distribución que contrata por horas con sueldos de miseria (Amazon) y su familia de clase media agobiada por las deudas y las contradicciones culturales. La razón religiosa que sostuvo al primitivo peregrino ha desaparecido; en el mejor de los casos, los vagantes confiesan con susurros un panteísmo o un animismo ad hoc, para consumo privado, como todo lo que tienen. Tampoco hay rastro del afán de conquista que impulsó a sus antepasados colonos; el suelo que pisan ya fue conquistado. La utopía se ha convertido en distopía.
Nomadland puede verse como una crítica política del periodo trúmpico. Fueron estos trabajadores blancos (todos lo son en la película) del interior del país a los que Trump prometió redimir y al parecer constituyeron el grueso de sus votantes. Trump ha sido una gran mentira y lo que cuenta la película es lo que queda cuando la mentira ha sido desvelada. El relato está orientado por la perspectiva de género. La lanzadera es una mujer, obrera y viuda (la contenida interpretación, casi minimalista, de Frances MacDormand es hipnótica) y las mujeres de esta historia son más enterizas, confiables y compasivas, también más solitarias e independientes, que los hombres. Son estos rasgos identificables con la realidad y el tono balsámico de la narración (un Terrence Malick sin almíbar) los que devuelven al espectador al carril de la Historia, esta vez con mayúscula.