El nacionalismo, cualquier nacionalismo, requiere tres condiciones para consolidarse y ser operativo: 1) definir a un grupo  doméstico minoritario como adversario; 2) encapsularlo en un marco mental y en un espacio físico (gueto o campo de concentración) y 3) insistir en este statu quo hasta hacer invisible al grupo segregado, o mejor aún, conseguir que se manifieste agresivamente para ejecutar sobre él represalias que sirven de recordatorio tanto a la población segregada como a la dominante. Para el nacionalismo de Israel, la franja de Gaza cumple estas premisas con precisión de manual. Un rectángulo de tierra de 40 x 11 kilómetros, que encierra una población sobresaturada (cinco mil habitantes por kilómetro cuadrado, el índice más alto del mundo) bloqueada por mar con flotillas de vigilancia costera y separada por tierra con un muro infranqueable, en cuyo interior el agua y el suelo están contaminados, el desempleo es masivo, la sanidad precaria y la educación sirve de poco en este espacio concentracionario. El territorio está gobernando por un partido extremista -¿qué puede esperarse cuando las condiciones son extremas?-, que emerge del olvido cada cierto tiempo lanzando misiles inanes al otro lado del muro y provoca represalias sangrientas, que los colonos israelíes (todos los israelíes son colonos) utilizan para reforzar su legitimidad de facto y recordar al mundo el destino inobjetable de la población nativa.

Israel es la última colonia del imperialismo occidental y, como todas las colonias, surge de una esperanza que se ofrecía como respuesta a un crimen. Primo Levi relata en La tregua su dilatado y tortuoso viaje de retorno a casa desde Auschwitz y en el último capítulo cuenta como, en la estación ferroviaria de Múnich, un grupo de jóvenes judíos, muchachos y muchachas provenientes de todos los países de Europa oriental, enganchan un vagón al convoy en el que va el narrador en dirección a Génova donde los sionistas tomarán un buque a Palestina. Levi pregunta a los jóvenes si tienen permiso para enganchar el vagón y si no será ilegal hacerlo. La respuesta de estos es exultante: ¿acaso está prohibido? Hitler ya ha muerto. Desde entonces, y por el mismo principio, nada está prohibido para el sionismo, uno de los múltiples nacionalismos que surgieron en Europa a principios del siglo pasado y que habría quedado en nada si otro nacionalismo más fuerte y criminal no hubiera alterado para siempre la historia. La culpa por el horrendo pecado europeo del Holocausto se derivó para que la purgaran los palestinos, con la complicidad de las víctimas, devenidas verdugos. Y antisemita el que no baile a su música.

El antisemitismo es un prejuicio maleable, además de muy resistente, y el cínico y corrupto primer ministro israelí decidió manipularlo a favor de sus intereses cuando sugirió que fueron los palestinos los que incitaron a Hitler. Netanyahu sabía lo que hacía y la ocurrencia habría prosperado si no la frena frau Merkel. Los palestinos y los árabes en general también son semitas, en esta caracterización bíblica propensa al prejuicio y la segregación entre los creyentes del Libro, que se disputan la propiedad de dios. Por ende, la cultura y formas de vida de los árabes son hoy las más distantes a los estándares occidentales, así que se pueden identificar como atrasados, fanáticos y agresivos con las consecuencias políticas que están a la vista. En la conciencia occidental encontramos dos formas de antisemitismo que se neutralizan entre sí y que nos permiten asistir impasibles a un conflicto iniciado hace setenta y cinco años y que tiene lugar a un tiro de piedra (con perdón) de la puerta de nuestra casa.