La amiga inglesa detesta la playa y sus rituales solares y utiliza una anticuada retórica para hacer valer su manía. A quienes exhiben un lustroso bronceado estival les espeta que han adquirido el color de la pobreza. Este argumento encuentra una justificación remota y vagamente aristocrática cuando, en efecto, las clases ociosas se guardaban a la sombra mientras los siervos trabajaban de sol a sol. Sin embargo, el actual receptor o receptora de la invectiva la recibe con sorpresa y fastidio. En la cultura de nuestra generación, que ya está de salida, el bronceado estival era un signo de salud y bienestar económico. Su portador o portadora urbanita avisaba así a amistades y vecindario de que habían vencido al hambre, a la tisis y demás sevicias de la interminable postguerra y tenían posibles para pasar unas vacaciones en la playa, donde el escueto traje de baño uniformaba a ricos y pobres. El bronceado era un signo igualitario en gandules y plutócratas, como sintetiza nuestro rey emérito.
Esta percepción del oscuro pigmento dérmico sufrió un revés apenas unos años atrás, desde que se popularizó el miedo al cáncer de piel y a otras contraindicaciones a la exposición solar, pero aún se considera de cierto tono una ligera coloración caoba en pieles lívidas y lechosas. Pues bien, este último y modesto vestigio del estado del bienestar parece que tiene los días contados si la rampante extrema derecha consigue imponer la creencia de que somos víctimas de una conspiración de las elites mundiales para sustituir a la raza blanca por razas coloreadas procedentes del profundo sur y del extremo este. Los movimientos migratorios que asedian a Europa y los Estados Unidos, con la presunta tolerancia de los gobiernos, serían la prueba evidente de esta conspiración que se conoce con el nombre de plan Kalergi.
El tipo que da nombre al plan fue un diplomático y escritor mestizo de padre austríaco y madre japonesa, partidario de la unión europea en la fervorina de los nacionalismos de principios del pasado siglo, al que se reconoció su europeísmo precoz con el Premio Carlomagno en 1950. La obra de Kalergi ha sido interpretada por impulsores de la actual extrema derecha europea como un proyecto para cruzar a los europeos con negros y amarillos y crear una población fácilmente gobernable por George Soros, Bill Gates y compañía. Por ahora, el máximo reconocimiento intelectual que ha recibido esta teoría conspiranoica se resume en su presentación en el programa televisivo de Iker Jiménez pero no hay duda de que, de alguna manera, orienta la acción política de gentes como Trump, Salvini, Le Pen y entre nosotros don Abascal y sus secuaces.
Pocas bromas con el racismo, el tóxico más letal que ha excretado la Europa ilustrada, y cuyas consecuencias aún padecemos. Y no vale el consuelo de que si don Abascal hubiera vivido en la Alemania nazi le habrían medido el tamaño y la curvatura de la nariz y habría sido llevado a un casting de modelos para la revista Der Stürmer con vacaciones pagadas en Auschwitz.
P.S. El tinte racista que impregna el discurso de la derecha española se ha manifestado hace unas horas, cuando el consejero de Justicia de la comunidad de Madrid, del pepé, ha sugerido que el rescate de colaboradores afganos de Kabul podría ser ilegal por no contar con la aprobación explícita del parlamento.