Días atrás, el alcalde de esta remota capital subpirenaica denunció a los niños y jóvenes extranjeros acogidos por las instituciones públicas, los famosos menas, como responsables del aumento de la delincuencia. Nuestro primer edil es un tipo de aspecto serio y confiable, como uno espera de que sea un señor de derechas de toda la vida, que ahora se ha decidido a jugar en la cancha voxiana donde la pelota que hay que patear y colar en la red del gobierno son menores con todos los boletos para ser considerados desechables: jóvenes, desarraigados, pobres y extranjeros.
El regidor ha afirmado que los delitos perpetrados por estos chavales malqueridos son un hecho, y, si bien no ha aportado ninguna prueba, no hay por qué dudarlo, si la noticia puede leerse en el libelo de nuestro paisano don Inda, tan castizo que a veces adorna su semblante con las patillas de Zumalacárregui. El delegado del gobierno en la provincia, al cargo del orden público, ha matizado más que contradicho al regidor de la ciudad: las agresiones de los menas no son un problema mayor en el marco de la delincuencia general. A su turno, la oposición al alcalde se ha lanzado en tromba acusándole de xenófobo. Bien, hasta aquí los hechos, que nos permiten acercarnos a la respuesta de dos preguntas significativas e inquietantes.
La primera es ¿cómo y por qué un conservador típico se deja arrastrar al terreno ideológico de la extrema derecha y presta su hasta ahora razonable voz a vox? La respuesta es, por miedo y por admiración. Miedo a que la nueva derecha, extrema y sin vergüenza, se quede con buena parte del pastel electoral y admiración porque este competidor sobrevenido tiene un oído muy fino para detectar el malestar social y carece de complejos para formularlo mediante consignas simples y aceptables si no se piensa en las consecuencias. La lógica de este discurso funciona así: si quieres conservar tu posición en una barca a la deriva, tu enemigo es quien quiere subir a bordo porque se ahoga junto a la quilla. ¿Y quién está más cerca de ahogarse que un migrante ilegal?, ¿quién no sospecharía que quiere arrojarte a ti por la borda?, ¿quién lo echaría en falta cuando lleguemos a puerto? Por supuesto, las consecuencias últimas de esta argumentación son aterradoras y algo indica que el alcalde lo ha percibido al parapetarse en que su denuncia responde a un hecho.
La segunda pregunta atañe a la izquierda y a los sedicentes liberales: ¿cómo se desmonta un discurso de odio y se frena su expansión y aceptación social? La respuesta no es sencilla. Cuando se pone en circulación una idea o una afirmación -ya responda a alguna verdad, se aproxime a ella o sea una mentira absoluta-, si es intuitivamente aceptada por el público, normalizada, se dice ahora, su refutación o deconstrucción es casi imposible. Es el elefante de Lakoff. Tildar al emisor del mensaje de xenófobo, como se ha hecho en este caso, es como llamarle esdrújulo. Xenofobia es un término académico que atañe a la moral y deja de ser un delito o una lacra si es ampliamente compartida. En estos tiempos en que tanto se apela a la transparencia, se advierte la timidez informativa y discursiva de la izquierda, como si desconfiara de sí misma y del público al que se dirige, y siempre obligada a jugar prisionera del marco discursivo que le impone el adversario.