Nuestra generación, la de los vejetes que ya están de salida en la historia, descubrió la mitad oriental de Europa, oculta tras el telón de acero , en la obra del historiador británico Tony Judt. Su deslumbrante Postguerra ocupa un lugar de respeto en los anaqueles de la biblioteca. En sus páginas se revela una Europa de la que no teníamos ni idea, opacada por el imperio soviético y el conformismo cultural que occidente promovió durante la guerra fría. Un adocenamiento intelectual que, por ejemplo, nos llevó a ignorar que en un país llamado Rumanía, que no nos importaba que fuera una dictadura comunista, hubo antes un robusto movimiento fascista en el que se criaron intelectuales como E. M. Cioran o Mircea Elíade, respetadísimos entre nuestros progres. Estas lagunas del conocimiento histórico eran innumerables.

A la caída del muro de Berlín y ulterior desplome del universo soviético, los europeos occidentales asistimos entre perplejos y desconfiados a los movimientos desplegados en aquellos países de los que no sabíamos nada. Unificación de Alemania, bueno, vale, pero ¿y los otros? Estados Unidos, país de inmigrantes (Henry Kissinger, judío alemán; Zbigniew Brzezinski, polaco; Madeleine Albricht, checa), lo vio claro más rápidamente, y extendió su red militar a los estados ex comunistas, con la impagable ayuda intelectual del papa Wojtyla, que asperjó el integrismo polaco por todo el planeta, collejas incluidas al cura poeta sandinista Ernesto Cardenal.

A la integración militar siguió una rápida integración económica en la unioneuropea, sin que Bruselas mirase demasiado en detalle las acreditaciones de los solicitantes. Para decirlo en breve, la ignoró la terca solidez del nacionalismo herido de estos países, que ha llevado a Polonia y Hungría a situarse de facto fuera de la pauta legislativa por la que se rige la unión. El nacionalismo ha sido también la senda seguida por Rusia, incapaz de competir con occidente en los términos impuestos por este, armada con el orgullo herido y un reluciente arsenal de armas nucleares.

Europa oriental recupera, pues, su estatus de espacio ininteligible para los europeos occidentales. Y de alguna manera, por ahora difusa, este espacio político, con sus propias cuitas históricas, se está reconstruyendo. Las señales son contradictorias. Los outsiders de la unioneuropea exhiben su propia agenda en el conflicto de Ucrania. Hungría ha anunciado su oposición a cerrar la compra de gas ruso y Polonia ha encabezado una delegación del más alto nivel, con Chequia y Eslovenia, que ha visitado al presidente ucraniano don Zelenski en Kiev para mostrarle su apoyo, por ahora meramente retórico pues Varsovia se negó días antes a proporcionar aviones de combate a su anfitrión. Todos temen una escalada hacia la tercera guerra mundial pero nadie olvida las afrentas del pasado ni renuncia a las ambiciones del futuro.

Polonia ha sido la víctima por antonomasia  de los totalitarismos del siglo veinte. Ningún otro país fue repartido como si fuera una finca entre Stalin y Hitler, que, cada uno a su turno, impusieron Katyn y Auschwitz. En el último episodio de esta historia de la vergüenza, el ejército rojo esperó a las puertas de Varsovia a que la ciudad fuera machacada por los alemanes que sofocaban una revuelta de la población, así que hay nutrientes de sobra, y bien recientes, para alimentar los diversos nacionalismos.

Pero los polacos no son los saharauis ni Polonia es un trozo de desierto que parece un bien mostrenco para la comunidad internacional (España en primer término). La mitad occidental de Ucrania ha sido en algún momento territorio polaco, así que cuando el presidente don Morawieski visita Kiev debe sentirse como si visitara la casa de sus abuelos. Fue en el siglo XVI, cuando Taras Bulba, el atamán de los cosacos, que tenía un hijo prooccidental y otro prooriental, luchaba contra el gobierno polaco para arrebatarle Kiev y entregarla a su legítimo titular, que no era un antepasado de don Zelenski sino el mismísimo zar de Rusia, el ancestro de don Putin. Taras Bulba fue atrapado y quemado vivo por los polacos, y envuelto en llamas arengaba a sus cosacos y deseaba larga vida a Ucrania. El autor de la celebérrima novela, Nikolai Gogol, fue un ucraniano rusófono, cuya nacionalidad se disputan ahora Kiev y Moscú para nombrarle hijo predilecto. ¿Cuánto de justicia y cuánto de ajuste de cuentas con el pasado hay en una guerra?