Imaginemos que el gobierno de don Sánchez, o el de don Feijóo, que para el caso es lo mismo, decreta una movilización general para recuperar el Sáhara occidental, cuyo último estatus internacional antes de la llamada marcha verde era el de provincia de España, con asiento en el parlamento nacional. Bien es cierto que el parlamento franquista era una institución chunga pero quizá no más chunga que el parlamento marroquí o el ruso, digamos. En todo caso, el Sáhara occidental está ahora bajo la férula del reino de Marruecos y con la misma legitimidad podría estarlo bajo el mandato del reino de Redonda si este último no fuera un reino imaginario, así que el gobierno español decide recobrar la antigua provincia sahariana y a este fin procede a una movilización de hombres y mujeres para vestir uniforme y jugarse la vida en el desierto a miles de kilómetros de su casa. ¿Qué creen que ocurriría? Es fácil suponerlo, habría una estampida general por tierra, mar y aire de población en edad militar  y sin duda una crisis no solo de gobierno sino de régimen. Eso es lo que parece estar ocurriendo en Rusia. Lo que nos permite algunas reflexiones.

La primera, que Rusia ha emprendido una aventura anticuada, no solo por el procedimiento militar -bombardeos sobre ciudades, empleo masivo de tropas y ocupación del territorio con ayuda de colaboracionistas- sino por su objetivo de restaurar un imperio del pasado sobre bases de legitimación obsoletas. El talón de Aquiles de este esquema es el empleo de un ejército de conscriptos. Estados Unidos, el otro imperio que ha perdido todas las guerras desde hace setenta años, aprendió en Vietnam que la movilización de civiles para combatir a miles de kilómetros de su casa es el camino más seguro para el desastre, no solo en el teatro de operaciones sino también en casa. Y como no hay nada nuevo bajo el sol, los rusos reclutan también a delincuentes convictos, a imagen de los que fueron la base de recluta del tercio de la legión fundado por Franco y Millán Astray: un cuerpo militar que jaleaba a la muerte y solo ha sido eficiente cuando combatió contra su propio pueblo desarmado en la guerra civil.

La segunda reflexión concierne a cierta izquierda europea, Chomsky mediante, que defendió con toda razón la causa vietnamita a sabiendas de que su victoria no traería un régimen democrático y ahora postula una retirada de la ayuda militar a Ucrania, cuyo único efecto sería la derrota del país agredido, por aquello de que no es suficientemente democrático, que seguramente no lo es. La explicación a esta conducta contradictoria quizá sea que la oposición a Estados Unidos durante la guerra de Vietnam era gratis, al menos en Europa, y la guerra de Ucrania nos puede costar un ojo de la cara. En resumen, que se rindan los ucranianos y así nos rendimos todos y hablamos de otra cosa.

En esta maraña de contradicciones, los desertores rusos a la movilización decretada por Vladimir Putin son héroes. Al velar por su propia seguridad, deflactan los argumentos de la guerra, debilitan al agresor y refuerzan la seguridad de todos. Si hay alguna base de negociación para detener el conflicto, son estos desertores los que marcan el camino. Son los únicos que han dicho no a la guerra jugándose el pellejo. Por supuesto, en Europa no estamos de acuerdo sobre si debemos acogerlos. Alemania se muestra partidaria pero los países bálticos y quizá Polonia la rechazan porque la actitud de estos fugitivos respondería a la cobardía ante el combate y no a una explícita oposición política a Putin, cuyo nacionalismo panruso está engordando otros nacionalismos igual de antipáticos en los países del este europeo, Ucrania incluida, mientras que en Italia una coalición de bellacos proclives a Moscú ganará mañana las elecciones.