Una señal inequívoca de inopia es no saber quién es Tamara Falcó. Este viejo está en ese estado. El ruido alrededor de ese nombre es insoportable, casi tanto como los repiques de campanas de San Miguel, que atruenan en este momento. Por lo que el viejo entiende, las campanas de la parroquia y Tamara Falcó están relacionadas, tienen entrambas un intenso diálogo sobre la fe, la vida eterna y todo eso. El viejo no encuentra nada más insoportable que un paraíso donde tuviera que convivir eternamente, ni siquiera un minuto, con las manías de un campanero febril y las ensoñaciones de una perpetua adolescente (41 años en este caso) con ínfulas.

No obstante, un anticuado tic profesional le lleva a indagar sobre la chica. En la chatarrería informativa de internet encuentra pronto que está relacionada con doña Preysler y don Vargas. El descubrimiento aviva un recuerdo  televisivo de días atrás. En una encuesta callejera, la audaz reportera pregunta a varios jóvenes si saben quién es Mario Vargas Llosa, y todos lo saben y están orgullosos de demostrarlo ante la cámara: el novio de la Preysler. Caray, Vargas, así vas a pasar a la memoria de la humanidad por tu afán de notoriedad, tu promiscuidad con la plutocracia y las clases ociosas y tu adicción patológica por los homenajes y la fama mundana. Ahora sí que vas a ser famoso de verdad.

Pues bien, siguiendo este hilo genealógico, la niña Tamara es hija de la señora de la que don Vargas es novio, no sé si me siguen, y ese estatus le concede por nacimiento y crianza un lugar destacado en el universo de las celebridades que flotan sobre nuestras cabezas. La niña Tamara, por lo que llevo leído, ha pasado en pocos días del infierno al paraíso y de la compasión al rechazo, lo cual es una aventura moral bastante frecuente en el gremio de los profetas.

El infierno fue que su noviete, un tal Íñigo, le fue infiel con otra y se exhibieron dándose un pico, y en este estado la novia recibió la compasión de todos los fieles de la iglesia rosa. Entonces ocurrió un milagro que tiene antecedentes en la historia sagrada y acuñada una sentencia legendaria: nunca más serviré a un señor que se me pueda morir. La pronunció Francisco de Borja, duque de Gandía, ante el cadáver de la emperatriz Isabel de Portugal de la que dícese que estaba enamorado. Y dicho y hecho, el tal Borja se metió a jesuita en pos de otro Íñigo, que debió ser irresistible en la época y con el que alcanzó la santidad.

La marquesa de Griñón ha seguido el manual. Abandonó al Íñigo corruptible, por el que no siente odio sino pena, y se fue a México para participar en una ecclesia de extremistas y gritones –católicos pero de liturgia evangélica americana- a los que predicó que dios se le había aparecido en un monasterio de Croacia y que había leído la Biblia y sobre el complicado momento que vive la humanidad debido a tantos tipos distintos de sexualidades y tantos sitios distintos donde puedes ejercer el mal. Y ahí la lió parda porque sus amigos y amigas de la perpetua jarana madrileña recibieron el mensaje homófobo como pueden imaginarse. Es lo que tiene la santidad, que terminas crucificado por los tuyos. En fin, entre la berrea de los pupilos del colegio Elías Ahuja, la conversión mística de la niña Tamara y el carnaval de aldea montado por los voxianos para celebrarse a sí mismos, diríase que los cachorros de la derecha no están muy preparados para la guerra cultural que predica doña Cayetana, marquesa de Casa Fuerte.