El ensanche de esta ciudad subpirenaica es obra de don Víctor Eúsa (1894-1990), un arquitecto excepcional al que su cargo al frente del urbanismo municipal y su preeminencia política de vencedor en la guerra civil le permitió remodelar la ciudad nueva a su criterio. El espacio urbano está apuntalado por edificios públicos, religiosos y de viviendas levantados por él entre los años veinte y cincuenta del pasado siglo, de un estilo inconfundible, influido por corrientes europeas de la época, pero grave, macizo, vertical, para uso y disfrute de una clase media tradicionalista, que necesitaba sentir la seguridad del suelo bajo sus pies y la promesa del cielo sobre sus cabezas.
La ciudad de Víctor Eúsa es una aldea con ínfulas y no puede decirse que fuera partidario de los parques y jardines urbanos. Debió pensar, con lógica propia de la época, que quien quisiera hierba y árboles no tenía más que franquear las murallas y echar a andar hacia el río y los campos que se extienden alrededor, hoy también macizados por las extensiones de la ciudad. No obstante, el gran arquitecto creó en el corazón del ensanche un pequeño oasis verde que lleva el nombre de plaza de la Cruz. En realidad, es una evocación de aldea: un cuadrilátero arbolado bajo la protección de una iglesia, también diseñada por él, y señalado en su centro por una tenebrista cruz de forja de clara inspiración nacionalcatólica, similar a la cruz de Belchite, que tiene a sus pies al dragón del averno y ostenta una hostia de oro en el crucero. Un mínimo estanque con surtidores alrededor sirve de altar al monumento. Pero la plaza es el único espacio verde en el interior de la ciudad y esa condición ha sellado su aciago destino.
Nunca después se dieron las circunstancias políticas que permitieran remodelar el tejido urbano diseñado por Víctor Eúsa, mientras la población envejecía y el atractivo comercial y de servicios de la zona entraba en un declive imparable. La ocurrencia al uso en los años noventa fue la peatonalización de las calles simultánea a la construcción de aparcamientos subterráneos. Esta hibridación tuvo dos efectos. El más obvio, la cementación de áreas urbanas estratégicas (los árboles son las primeras víctimas de los aparcamientos subterráneos), que perdieron su encanto provinciano original sin ganar por eso apresto capitalino, como la avenida de Carlos III que vertebra el ensanche, o la legendaria Plaza del Castillo, que sirve de tránsito a la ciudad vieja, y que han quedado como espacios yermos, destartalados e inhóspitos de usos múltiples para aglomeraciones de circunstancias. El segundo efecto, derivado del anterior, es la promiscuidad de peatones y vehículos de motor en un espacio angosto al que se suman ciclistas, patinadores y otros emprendedores de la movilidad urbana. Entretanto, el azacaneado pavimento improvisado se mueve y los viejos tropiezan en los rebordes y desniveles emergentes bajo sus pies.
A unas decenas de metros de la plaza la Cruz, el mismo Víctor Eúsa levantó una de sus últimas obras: el colegio de los hermanos maristas (1960). Para entonces, el arquitecto no estaba en su mejor forma y el edificio resultó lo más parecido a una cárcel o a uno de esos horrorosos hospicios del siglo XIX: una fortaleza compacta de muros interminables, anchas galerías interiores seccionadas por disuasorias puertas de hierro y grueso cristal traslúcido, y ventanas inalcanzables y enrejadas. En 2009, los maristas cambiaron de ubicación, pelotazo urbanístico mediante, a otra zona de la ciudad con más población juvenil y ahí quedó el edificio de Eúsa, protegido por ley, a la espera de utilidad. ¿Qué hacer con ese armatoste de imposible reconversión? Hace unas semanas se publicó la solución: se levantará un mercadona en el patio del colegio, que no está protegido. ¿Y qué necesita un mercadona? Un aparcamiento en la puerta. ¿Y dónde se horada ese aparcamiento? En la calle que une la plaza de la Cruz con el edificio de los maristas. ¿Y qué hay que hacer para que operen las excavadoras? Talar los árboles de la calle y algunos de la plaza. ¿Y para qué se necesita mercadona en un barrio que tiene un gran supermercado casi en cada manzana, una bien dotada plaza de mercado tradicional de productos frescos, además de bazares chinos, groceries pakistaníes y toda clase de franquicias comerciales propias de la época? Ah, misterio.
Manifestación de vecinos contra la inminente ejecución del proyecto. Dos centenares de vejetas cuyos portavoces argumentan razones ambientales, de salud pública y sentimentales también. Nadie quiere que le despojen de la sombra en verano ni del paisaje amable y funcional en el que vive, pero hay otras afecciones: el alumnado del instituto que ocupa uno de los lados de la calle tendrá que desplazarse a otro lugar y los que se queden padecerán el ruido de las obras durante dos años; la cimentación de los edificios de la calle pueden acusar el golpe porque el aparcamiento tiene una profundidad de quince metros; los negocios verán afectados los accesos a sus locales; el parque infantil de la esquina de la plaza, muy frecuentado por la chiquillería de los colegios del entorno, quedará inhabilitado. Etcétera.
La manifestación vecinal tuvo un cariz melancólico, y no solo porque va a destruirse un fragmento de la ciudad sino porque se hace en contra de un futuro razonable. Más cemento, más vehículos, más consumo, más economía extractiva, componen un acto de canibalismo propio de náufragos que empiezan a devorarse a sí mismos.