Este país es un mal lugar para ser recordado. Estamos en guerra civil, manifiesta o latente, desde no se sabe cuándo y más singularmente desde la formación como estado moderno al comienzo del siglo XIX, y los muertos deberían pensar si quieren ser homenajeados u olvidados. Entre la fervorina del homenaje y la indiferencia del olvido, lo primero está lejos de ser un privilegio. Los huesos de nuestros héroes sirven a los compadres vivos para hacer mazas con las que aporrear a los nuevos difuntos, que, a su vez, estarán en tránsito hacia el homenaje o el olvido, según su color y circunstancia, en una rueda sin fin.

En el largo pasaje entre el siglo pasado y este, padecimos el enésimo avatar de nuestras endémicas guerras carlistas con centenares de asesinados en el bando democrático. Esa guerra terminó hace más de una década y, si bien su final no satisfizo las aspiraciones y manías de todos, puede decirse que devolvió el sosiego a la sociedad y los términos de la paz conseguida contaron con un acuerdo político absolutamente mayoritario. Por supuesto, la huella que deja la violencia es indeleble y, como escribe Karl Marx en su 18 Brumario, la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Pero en este país, cuyo folclore celebra con gran jolgorio la ejecución del fundador de la religión mayoritaria, llevado a hombros por militares cuyo lema es el oxímoron ¡viva la muerte!, la sentencia de Marx tiene un tinte banal, utilitario, obsceno.  Y en esas estamos.

No todas las víctimas de la violencia de sus vecinos tienen el mismo peso en la conciencia de la sociedad; el recuerdo de las más queda constreñido al ámbito familiar, privado, pero unas pocas, ya sea por su relevancia en vida o por las circunstancias en que fueron asesinadas, consiguen sacudir a la sociedad, movilizar voluntades y, en último extremo, cambiar la historia. No hay duda de que dos de estas víctimas, alevosamente asesinadas por pistoleros de eta, fueron Gregorio Ordóñez y Miguel Ángel Blanco. Nadie discute su sacrificio ni la condena a sus ejecutores pero he aquí que ambos han sido reclutados para una bronca doméstica en la tribu que se ha apropiado de su memoria. La greña ha sido provocada por una siniestra rima tabernaria -¡que te vote Txapote!- adoptada por la coalición reaccionaria como lema de campaña electoral con la bendición de su moderado líder don Feijóo. En esta tesitura, los afectos a Miguel Ángel Blanco no rechazan que la memoria de este sea utilizada para machacar al presidente del gobierno, y los de Ordóñez piden que la dejen en paz.

El tal Txapote, nombre de guerra del autor de los asesinatos de Ordóñez y Blanco, ha debido recibir una impagable inyección de autoestima en la celda donde pena sus crímenes. La rima ha tenido un éxito espectacular y ha sido adoptada por el pijerío juvenil de la derecha, estampada en camisetas de barbacoa estival y utilizada por los squadristi para hostigar a los equipos de la televisión pública que informan de los festejos sanfermineros, entre otros usos recreativos.

Ver a la derecha del país, teóricamente más de la mitad del censo, entregada a la infamia es un espectáculo horripilante. No sé qué votará Txapote pero este viejo sin duda votará contra los profanadores de tumbas.