Un orate eufórico, de nombre don Javier Milei, habitante de la extremísima derecha (la derecha linda a destra con el infinito y más allá) aspira a la presidencia de Argentina y a tal fin se ha armado de una motosierra que exhibe triunfante ante sus seguidores. El esperanzador programa de la motosierra puede entenderlo cualquiera porque es muy sencillo: eliminación del noventa por ciento de los impuestos; liquidación de la educación y de la sanidad públicas y de los programas de asistencia social, y reducción del estado a cuatro competencias: policía, ejército, acción exterior e infraestructuras. Esta última cartera puede parecer incongruente en una ideología que aspira a la derogación del estado pero se entiende porque de alguna parte  tienen que salir las coimas para el bolsillo particular de los gobernantes y ninguna fuente de sobornos es tan pródiga como las concesiones y contratas de obra pública.

No es del todo improbable que en el país de Perón, Maradona y Messi (Borges no cuenta a estos efectos), que registra una inflación del 124,4% y la pobreza alcanza al 40% de la población, sea presidente un tipo armado con una motosierra. Esta herramienta se ha convertido en el blasón del neoliberalismo rampante como el yelmo y la espada lo fueron del feudalismo medieval. Cuando un político necesita demostrar que es partidario de que seamos libres e iguales, tala arboles. Lo hizo don Bolsonaro en la Amazonía y lo intentó doña Cristina Ibarrola, alcaldesa de esta remota ciudad subpirenaica, en la municipal placita de la Cruz, esta vez sin éxito: ganaron los perroflautas.

La motosierra tiene sinceramente sorprendidos a los conservadores de la vieja escuela. Deploran su aparición pero se sienten abducidos por el zumbido de destrucción creativa que emite la máquina cuando está en funcionamiento. Días atrás, un reducido grupito de conservadores británicos presentaron un libro en defensa del llamado centroderecha mientras su jefe de filas, míster Rishi Sunak, se escora más y más hacia los postulados de la extrema derecha de su propio partido, que obtuvo una victoria histórica en el desastre del brexit. El mismo don Feijóo, un mentiroso compulsivo que vive en una realidad alternativa, enfrentó su investidura como si los voxianos que le tienen trincado del pescuezo no existieran, se adjudicó sus votantes y quiso hacer creer a la audiencia que los diputados de don Abascal no estaban en el hemiciclo.

The Economist, la biblia periodística de la derecha del mundo occidental, ha dedicado una homilía al asunto, así que debe ser grave. El tema es: cómo pueden  manejar los sedicentes liberales a los ultras acampados a su derecha a los que la publicación llama pudorosamente populistas, un término que a fuer de emplearlo para todo ha terminado por no significar nada. De entrada, los autores del discurso ya reconocen que la cosa puede ir a peor (lo hemos visto este fin de semana en Eslovaquia) si bien desestima que Europa pueda ser dominada por los fascistas [sic], así que recomienda dejarlos gobernar porque el ejercicio del gobierno les volverá realistas y moldeables, en plan signora Meloni. Como noticia de interés doméstico, The Economist cita a España como excepción del ascenso de la extrema derecha.

Este argumento de conllevancia con los neofascistas prefiere ignorar que es la extrema derecha la que tiene la batuta de los movimientos de la derecha y es la derecha clásica la que hace políticas de extrema derecha para mantener el equilibrio de sus posiciones. Es lógico que los refinados conservadores históricos vean con aprensión la presencia de populistas armados de motosierras en sus filas, pero no pueden evitarlo. Es la misma sorpresa que sintió Franz von Papen al verse sentado en el banquillo de Nuremberg en medio de una caterva de populistas asesinos.

Esta impotencia de la derecha tradicional para frenar a sus vástagos ultras se debe a que se ha quedado sin dinero. El desmantelamiento de las competencias económicas del estado a favor de corporaciones multinacionales y fondos de inversión sin patria, dejan a la política como mera guardiana de estos intereses globales, que se nutren de la creciente indigencia de las poblaciones a las que esquilman ahorros y compran a bajo precio sus tierras y dotaciones (último ejemplo, Telefónica). Ningún estado nacional puede hacer ahora políticas industriales, de ordenación del territorio o de distribución de rentas sin contar con el beneplácito de los mercados, que son muy restrictivos al respecto. A la impotencia económica y fiscal del estado nacional sigue el descrédito institucional y, como se dice ahora, la desafección política, y llega la hora de sacar la motosierra del garaje. Una parte de la población que aún goza de cierto bienestar pero desconfía del estado y se siente amenazada por el porvenir se apunta a quien le ofrece una rebaja de impuestos y señala a los inmigrantes y a los pobres como causantes de las desgracias que nos rodean, y la adhesión es aún más viva si el mensaje se predica con una motosierra en la mano.