El género cinematográfico de procesos judiciales ha dado no pocas obras maestras. Doce hombres sin piedad y Anatomía de un asesinato vienen a la memoria de inmediato pero hay más. Probablemente, estas pelis han provocado más interés y dispensado más placer en los espectadores que cualquiera otro subgénero en relación con el número de películas producidas. Las razones de esta complacencia son tres: una, el escenario mismo de la acción es teatral y el desarrollo dramático está pautado, lo que evita distracciones fuera de la trama; dos, el objetivo de la historia es la verdad y la justicia, dos valores supremos que nos conciernen siempre, y tres, la presencia expectante del jurado lleva al espectador a creer que forma parte del relato y tiene alguna responsabilidad sobre su desenlace. El proceso judicial mismo es un espejo de las instituciones de la sociedad y del ethos de sus gentes, y la causa juzgada es una ventana por la que pasan los filtros cognitivos a través de los cuales miramos la realidad: clase social, raza, religión, ideología…
Una película de juicios siempre es bienvenida y el infatigable e imbatible Clint Eastwood (94 años) nos ha servido una de factura canónica, aún en cartelera: Jurado nº 2. El clasicismo narrativo de Eastwood lleva al cinéfilo al recuerdo de las pelis mencionadas en el párrafo anterior pero la inquietante novedad que introduce es que la culpabilidad no está en el acusado que se sienta en el banquillo sino en el jurado que debe dictar el veredicto. Un joven y modélico esposo y padre de familia es convocado para formar parte del jurado en un proceso por homicidio, que él provocó involuntariamente. Una vez que descarta asumir su responsabilidad, su empeño se centra en que el jurado del que forma parte se convenza de que hay una duda razonable a favor de la inocencia del acusado cuidando de que sus argumentos no lleven a desvelar su propia culpa. No lo consigue y el reo es condenado a cadena perpetua. Entonces, intenta convencerse que este desenlace restaura el orden debido: el condenado es un tipo agresivo y marginal; él, un entregado padre de familia redimido de su pasado alcoholismo. La fiscal del caso, engañada por los hechos, no se da por vencida.
Es la historia de la pugna entre ley y orden y ley y justicia. El cine más maduro de Clint Eastwood ha transitado de uno a otro lema. El cineasta es políticamente conservador (en nuestra remota juventud decíamos que era fascista) y, sin duda, el mundo en el que vive y en el que ha hecho su carrera le parece el mejor de los posibles, pero al mismo tiempo los héroes de su cine encarnan un malestar y un desacoplamiento irremediable respecto a su entorno, en permanente búsqueda de una decencia que les elude. Una suerte de pecado original gobierna sus actos. Hacen lo que tienen que hacer pero al mismo tiempo saben que lo que están haciendo no está bien. La imagen estatuaria del personaje Eastwood y el austero clasicismo de su cine hacen palpable ese malestar. No son héroes con los que el espectador pueda identificarse, y en esta disfunción moral radica la originalidad y la fuerza de la obra del que quizá sea el mejor cineasta vivo.
En estos días de triunfo trumpista, en los que la nación ha resuelto restaurar los valores y modos que tantas veces ha encarnado Clint Eastwood en su cine, el mensaje de Jurado nº 2 resulta más contradictorio e inquietante si cabe. El cineasta es un activo republicano que ha apoyado a diversos candidatos y presidentes de este partido y también a Trump en 2017, y aunque el idilio se rompió en 2020, ha vuelto a apoyarle ahora en 2024. En ningún artista hay una relación mecánica entre su ideología y su obra pero alguna explicación debe tener el tenaz ayuntamiento entre arte y política que se da en el personaje Eastwood. Quizá Will Munny, el sombrío y apesadumbrado pistolero de Sin perdón (una obra maestra absoluta) es la sombra del broncíneo, grotesco y vengativo futuro presidente de Estados Unidos, y juntos representan la fuerza fatídica que convertirá el mundo en la sangrienta cantina de Big Whiskey (Wyoming).