El gran emperador de occidente amenazó a su pacífico vecino del norte con unos aranceles punitivos contra los productos de su comercio y el primer ministro del país aludido acudió presto al palacio de recreo del emperador para…, no se sabe para qué porque el visitante fue burlado e insultado como si fuera el mero gobernador de una provincia imperial, y de vuelta a casa, el primer ministro, abrasado por las radiaciones recibidas en la cercanía del emperador, desfalleció y anunció su dimisión.

Canadá es un país impecablemente democrático, próspero y ordenado en el que a pesar de su vecindad con Estados Unidos, su policía montada se parece más a los bobbies londinenses que al sheriff Wyatt Earp. Pero el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, joven, atractivo y liberal, no ha podido resistir el contacto con un ogro viejo, ostentoso hasta la parodia y cruel, que lanza amenazadoras burlas contra su país. Ni su prometedora edad juvenil, a la que se atribuye ardor y coraje, ni su aseada ideología liberal (ya derogada oficialmente en el imperio) le han servido al joven Trudeau para que se mantuviera en su puesto. Otro, quizá menos seguro de sí mismo y más realista, tendrá que hacer frente al desafío.

Los imperios autocráticos de cualquier época y circunstancia necesitan ampliar los territorios de su dominio ya sea por la fuerza, la coacción política y diplomática o la sumisión más o menos espontánea de sus gobiernos y poblaciones, a fin de ganar territorio de colonización (eventualmente por colectivos de población indeseados en la metrópoli), ampliar los mercados para sus producciones, aumentar la disponibilidad de mano de obra barata y extender su perímetro defensivo. Los recursos para alcanzar estos objetivos son tres, por este orden: la fuerza militar, la fascinación que el imperio ejerza en los territorios en que opera y la existencia de fuerzas indígenas colaboracionistas en los territorios que ocupa. No hace falta añadir que la expansión de un imperio nunca es indolora para los sometidos.

En el tercer reich del siglo pasado, por mencionar a un imperio extinto y bien conocido por sus obras, esta ambición territorial tenía un nombre –Lebensraum– y en cuanto a las poblaciones dominadas, no hace falta detallar su destino final. La guerra que provocó tuvo su inicio en los Sudetes, un lugar tan ignoto y extravagante como Canadá. El perímetro imperial anunciado por el monstruo de de la cresta anaranjada, y la correspondiente amenaza de tomarlo por la fuerza, incluye Groenlandia a donde el emperador ha mandado a su hijo en descubierta para que le informe sobre el estado de la futura presa, y el canal de Panamá donde los vecinos del lugar pueden imaginar otra intervención como la de la United Fruit en 1928.

En las cancillerías de los países de ese proyecto tambaleante y siempre inacabado al que llamamos Europa –y no solo los directamente concernidos por las bravatas del emperador y su visir: Reino Unido, Alemania y Dinamarca- reina un estado de fastidio, incredulidad y expectación que se manifiesta en un humor tembloroso, como cuando alguien difunde en las redes, que Dinamarca está interesada en comprar Estados Unidos. El primer fallo de este meme es que habla de compraventa y Trump no quiere comprar Groenlandia, quiere incorporarla a Estados Unidos, a su legislación y a sus intereses; los costes de la operación los pagarán los daneses o Bruselas. Europa vuelve a la situación que ya conoció hace un siglo, lo que nos tiene perplejos y paralizados. Los sistemas democráticos europeos están corroídos cuando no ocupados sus gobiernos por fuerzas neofascistas o trumpistas. Pero en esta ocasión los partidarios del monstruo son más que unos miles y no desfilan guarnecidos con correajes, en orden cerrado y batiendo tambores sino que son millones guiados por las instrucciones que reciben a través del dispositivo móvil que llevan en el bolsillo.