Hablar del sexo nos distrae de su crueldad. (Bjarne Faldbakken, ensayista)

Pero lo que me parece muy peligroso es que el derecho nos pidiera follar por amor. (Clara Serra, filósofa e investigadora del comportamiento humano)

La era Trump en la que tantas cosas van a volver a las pautas de los viejos tiempos se inicia en nuestro país con la instrucción judicial de la denuncia de la actriz Elisa Mouliáa contra el ex dirigente izquierdista Íñigo Errejón por presunta agresión sexual. La cámara de vídeo que ha grabado los testimonios de ambos está situada por encima de sus cabezas y ofrece una imagen en picado en la que los personajes aparecen empequeñecidos, inermes y obligados a una declaración entrecortada y a una gestualidad forzada, como marionetas sometidas al vozarrón del juez instructor y a sus preguntas destempladas y apremiantes, como si el inquisidor quisiera someter a los declarantes al guion tiene en la cabeza. O como si no pudiera ocultar el desprecio que le provocan esos dos personajes que comparecen en su tribunal por un asunto privado, consabido y banal entre dos adultos inmaduros.

El acusado es un político diestro en la exposición pública de hechos e ideas y por oficio está acostumbrado a hacerlo ante figuras de autoridad; la acusadora, en cambio, se muestra azorada, dubitativa, y el cruce de las dos declaraciones, que no son contradictorias en los grandes rasgos del relato, parece reproducir dramáticamente la situación objeto del juicio. El hombre, frío, controlador y en último extremo seguro de sí mismo y de lo que ha hecho. La mujer, nerviosa, confusa, titubeante,  a la que no ayudan las intemperantes intervenciones del juez. Claro que, según el procedimiento, el juez no está ahí para ayudar a ninguna de las partes sino para establecer si hay un delito en lo que se juzga, aunque sea a machetazos.

En cierto momento, ella declara que al principio no sabía que el trato recibido del acusado podría ser un delito y que había tardado tres años -¡tres años!, martillea el juez- porque tenía miedo del poder de su presunto agresor. ¿Miedo de qué?, interroga el interrogador. El miedo es un sentimiento inimaginable para un juez instructor, la figura pública más poderosa de nuestro sistema de convivencia en el ejercicio de sus funciones, que se lo pregunten al juez bien peinado o a la jueza inmaculada. No obstante, el sesgo es el que es. El juez no cree en la doncellez moral de la acusadora e indaga en el carácter ofídico de las mujeres desde Eva: ¿no sería que usted quería algo con ese señor? Una pregunta ambigua a la que es imposible responder que no, porque algo quería, pero que convierte la demanda de justicia en mera venganza. En realidad, ella ya había dado a entender que esperaba de él, no desde luego el trato que le había infligido, sino un comportamiento menos brutal, más sensible, más galano, para decirlo en castellano antiguo. Buscaba un amante solícito y encontró un mandril en celo.

Diríase que lo que se dirime en este caso es una relación accidental y malquista entre un hombre y una mujer, a la que ambos han llegado con expectativas distintas y distantes. Que el mal rollo resultante derive o no en un ilícito penal lo decidirán los jueces, incluido el juez tonitronante. Lo que hace notorio el caso es que la retórica del consentimiento sexual resumido en el tópico ‘solo el sí es sí‘ se pone a prueba como fundamento de una sentencia penal cuando no existen (aparentemente) trazas materiales de violencia o coacción, ni en las circunstancias del acto ni en la relación entre los implicados. La acusación formal se produjo después de que una acumulación de testimonios anónimos en redes sociales presentara al acusado como un sátiro cuando este había oficiado de abanderado del ‘solo sí es si’, lo que le ha llevado a renunciar a su carrera política.

La filósofa Clara Serra, investigadora en la Universidad de Barcelona en temas relacionados son la masculinidad y el consentimiento en el contexto de las relaciones sexuales, reflexiona: el deseo nos pone ante el enorme problema de que a veces no sabemos lo que queremos, y se pregunta críticamente, ¿por qué, cuando no somos libres para decir que no, podríamos decir un sí desde la libertad?, la filosofía que acompaña a la ‘ley del sí es sí’ en su aspecto penal está mal planteada, mejor es el ‘no es no’, que es profundamente feminista y hay que trabajar porque ese ‘no’ sea posible para todas las mujeres. Serra fue correligionaria de Íñigo Errejón, del que se apartó por su autoritarismo, en fecha coincidente con la dimisión de otro cargo del partido por acusaciones de acoso sexual.

Íñigo desechó la doctrina igualitaria que predicaba y Elisa estaba menos empoderada de lo que creía ante la desigualdad ínsita en toda relación humana. Ambos son víctimas de un discurso equívoco, independientemente de lo que diga la justicia sobre la culpa y el culpable.