En la víspera del octogésimo aniversario de la liberación de Auschwitz, míster Trump propone la deportación de los palestinos a Egipto y Jordania. No se puede decir que al emperador de occidente le falte sentido de la oportunidad. Su propuesta es el sueño húmedo –oficialmente innombrable, hasta ahora- del sionismo: un dominio, un Lebensraum, como lo llamaban los nazis, desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Un espacio limpio de palestinos como el III Reich alemán era un espacio Judenfrei, libre de judíos.
Los sionistas emprendieron la construcción de Israel inspirados por una llamada feliz y falsa: una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. Ni Palestina estaba deshabitada ni los judíos eran nómadas en busca de un asentamiento. El lema fue formulado por un periodista británico, Israel Zangwill, a principios del siglo XX, la época en que eclosionaron los nacionalismos y cuando el virus antisemita se había afincado en todos los países de Europa pero nadie podía prever sus efectos últimos: la solución final. Endlösung, para decirlo con la misteriosa solemnidad del nombre oficial en alemán. Esta ocurrió al término de un proceso bastante largo en el tiempo durante el cual las víctimas fueron despojadas de sus derechos civiles, después de su ciudadanía, después de sus propiedades y pertenencias, después fueron expulsados de sus hogares y lugares de residencia y por último, asesinados. Auschwitz, ese lugar abstracto y hoy solo poblado por los lamentos del pasado y la memoria atónita y cambiante del presente, fue la estación término de aquel calvario.
Los prebostes europeos asisten con cierta pompa a una liturgia de recuerdo y plegaria para que nunca más vuelva a repetirse lo que allí ocurrió. Entre los oficiantes habrá la misma gama de personajes que hicieron posible Auschwitz: nazis y asimilados y gente que hace todas las abluciones que sean necesarias para conservar la tranquilidad de conciencia rodeada de nazis. A este último grupo pertenece el muy democrático gobierno polaco, que ha garantizado que no se ejecutará la orden de arresto dictada por la Corte Penal Internacional contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, acusado de crímenes de guerra contra el pueblo palestino. Polonia incumple así su propia legislación porque es país miembro del Tribunal de La Haya, aunque es probable que no tenga que tragar ese sapo porque Netanyahu no asista al acto conmemorativo, ocupado en los planes de deportación de los dos millones de palestinos gazatíes.
Israel fue posible por el Holocausto, que proporcionó a los judíos supervivientes un imbatible argumento moral, que discurría sobre los carriles de la cobardía y la vergüenza europeas. Los demócratas y liberales europeos de los años treinta y cuarenta no fueron capaces de detener los planes nazis antes y durante la guerra y, acabada esta, no hicieron nada por atajar el rechazo que sufrían los judíos supervivientes que volvían de los campos a la que fue su casa. La alternativa era Israel, un magno proyecto que descargaba sobre los hombros de los palestinos la penitencia por el crimen europeo, a la vez que permitía a los emigrantes aplicar las técnicas de colonización europeas en territorios ajenos: apropiación de tierras y mano dura contra los indígenas. Las colonizaciones europeas de la Edad Moderna se han hecho en nombre de un principio superior de presunto valor universal y bajo el paraguas de dios: la civilización, el progreso, la libertad, etcétera. Los judíos europeos añadieron a esta panoplia de argumentos el derecho que les otorgaba el genocidio del que habían sido víctimas. En nombre de ese martirio, los israelíes tienen derecho a hacer lo que ningún otro pueblo o país tiene derecho a hacer, en palabras de la antigua primera ministra Golda Meir. Israel ha mudado de esperanza en amenaza, de sueño a pesadilla, y no solo para los habitantes de las atormentadas tierras de Oriente Medio.
Las deportaciones masivas que pregona míster Trump hacen dudar de su viabilidad por la desmesura de las cifras, ya sean de migrantes centro y sudamericanos en Estados Unidos o de palestinos en Oriente Medio, y esta duda sirve de paliativo al espanto que provocan. Desplazar a millones de personas para asentarlas en otros territorios donde en el mejor de los casos no van a ser acogidos es una temeridad de difícil explicación y quizás de improbable ejecución. El desplazamiento forzoso de palestinos no es una práctica inédita, Israel la implementó desde la creación del estado en 1948, cuando unos setecientos cincuenta mil palestinos fueron expulsados de sus lugares de residencia a campos de refugiados que en la actualidad albergan a un millón y medio de personas de las que el ochenta por ciento viven de la ayuda humanitaria internacional. Los campos de refugiados en países vecinos y la consiguiente presencia de milicianos palestinos han provocado guerras civiles en Jordania a principios de los años setenta y en Líbano entre 1975 y 1990. Aunque, quién sabe, tal vez esta idea que nos parece disparada pueda encontrar complicidades militares, políticas y diplomáticas para llevarla a cabo. La Alemania nazi las consiguió para erigir Auschwitz, y ahora los partidarios de la solución final tienen a su favor a la primera potencia del mundo.