Treinta años atrás, cuando este afanoso escribidor oficiaba de redactor-jefe en una cabecera provincial de reciente creación, el director del medio, completamente desbordado por las circunstancias del arranque de la publicación, convocó a los capitostes de la redacción a un retiro en un parador turístico. Se inició de buena mañana y desayunamos, tomamos el aperitivo, comimos y casi cenamos antes de volver, ya caído el día, a la sede del periódico donde la redacción esperaba mano sobre mano y los talleres estaban parados, sin que ninguna idea nos hubiera iluminado ni ningún plan nos hubiera estimulado en el curso del retiro.
La intrascendente anécdota ha venido a mientes del escribidor cuando ha leído que los capitostes de la unioneuropea se proponen celebrar un retiro –inédito, subraya la información periodística- para debatir sobre la defensa europea. Retiro es un término de vitola en la tradición intelectual y religiosa de occidente, que en su versión más extrema y atormentada se traduce en los jesuíticos ejercicios espirituales, y consiste en dejar el campo libre a la arbitraria y hostil realidad para que los retirados fortalezcan el espíritu. Cuando el retiro termina y se abren de nuevo las puertas del claustro, la realidad, como el dinosaurio, sigue ahí, y los exclaustrados advierten que lo que se ha predicado y debatido a la íntima penumbra del conciliábulo se desvanece en el hervor de los hechos.
Europa está entre desconcertada y acojonada ante la entronización del nuevo emperador de Occidente, que ha dejado de ser su protector y aliado para convertirse en su potencial enemigo. El efecto psicológico ha sido devastador, como descubrir que tu querido padre y modelo de vida es un abusador. El nuevo boss no solo ve a los europeos como parásitos sino que está dispuesto a remediarlo declarándoles una guerra arancelaria para que dejen (dejemos) de vivir de gorra. Con solo anunciarlo, el emperador ya ha conseguido someter a Canadá y México, que después de gallear un poco han terminado por aceptar una tregua antes de que se reanuden las hostilidades. Las treguas son la forma inequívoca de reconocer el estado de guerra, y una vez que el matón ha decidido acabar con su oponente solo sirven para excitar su deseo de reanudarla. A este lado del Atlántico, los 27 europeos no quieren desvelar cómo responderían a un ataque arancelario para no excitar el instinto asesino del adversario; es la táctica de la presa que se mantiene inmóvil y mimetizada en la paisaje para no llamar la atención del predador. Cualquiera que sea el resultado de esta u otra táctica, la cuestión es la misma: la guerra ya ha comenzado y así llegamos al tema de la defensa.
La insuficiente defensa –leáse industria de uso militar, armas y efectivos humanos- es un tópico generalizado en la conversación europea desde meses atrás, espoleado por la invasión rusa de Ucrania. Este tópico, que aún es hipotético porque no se ha formulado en sus términos exactos, se incardina en la crítica al estado del bienestar, en manifiesto declive, y se formula así: el bienestar europeo se basa en su escaso gasto militar, que subvenciona el poder norteamericano y produce sociedades estancadas, blandas, acomodaticias y distraídas, además de fomentar una inmigración de parásitos procedentes de lo que ahora se llama el sur global. Para revertir esta situación, es necesario centrar la atención de los europeos en la amenaza bélica, papel que ha cumplido don Putin y sus paranoias imperiales. No obstante, ha sido insuficiente. En su última reunión del pasado lunes, los 27 han aprobado el décimo sexto paquete de represalias contra el Kremlin, pero, en lo que se refiere a una mayor implicación militar en la guerra, la cosa no avanza. Los europeos tampoco se han sentido concernidos por las matanzas de palestinos en Gaza, y han dejado la solución de ambos asuntos al amigo americano.
Lo de Ucrania, abocada a una crisis humanitaria por el cese de la ayuda norteamericana, depende al parecer de un pacto imperial entre Washington y Moscú que no tendrá en cuenta a los ucranianos, del mismo modo que en el acuerdo de Múnich (1938) Inglaterra y Francia ignoraron los intereses de los checos para apaciguar a la Alemania nazi. En Gaza, la solución anunciada es la creación de un resort para gente de pasta sobre las ruinas provocadas por los ataques israelíes tras la deportación de casi dos millones de palestinos a quién sabe dónde. Por supuesto, los europeos se opondrán a las dos soluciones pero ¿con qué fuerza?, ¿con qué autoridad?, ¿con qué aliados? y sobre todo ¿con qué propósito?
Los 27 europeos, la mayoría de ellos con gobiernos débiles y una extrema derecha rampante, van a tener tarea en el retiro sobre la defensa porque, a las pejigueras consabidas, se ha sumado un dato nuevo e inesperado: ¿qué pasa si la amenaza militar no viene del este, como temen los europeos orientales y nórdicos, ni del sur, como pueden temer los europeos meridionales, sino del Atlántico norte, del corazón mismo de la alianza que ha garantizado la paz europea desde hace sesenta años? ¿Qué pasa si hay que defender a punta de fusil Groenlandia?