Jorge Semprún cuenta en El largo viaje, la crónica novelada de su deportación al campo de Buchenwald, que llegados al destino, los guardianes obligaron a los prisioneros a despojarse de sus ropas para vestir el característico uniforme a rayas. Junto al narrador, se desnudaban dos individuos mayores, bien trajeados y notorios representantes del orden burgués que se desplomaba bajo la férula nazi, los cuales, visiblemente asustados e inquietos, se quejaban, es inaudito, es intolerable, y miraban alrededor en busca de un funcionario al que presentar una reclamación por el trato recibido. Semprún, joven, capturado con un arma en la mano en una redada contra la resistencia francesa, mira con desprecio a esos viejos burgueses con los que comparte destino y que, probablemente, no sobrevivirían al cautiverio.

Es inaudito, es intolerable, ha debido exclamar don Feijóo esta tarde cuando ha sabido que en el contubernio neofascista que se celebra en Madrid un orador ha dicho que Feijóo es lo mismo que Sánchez, para quien el orador había pronosticado la cárcel. Los intentos de los conservadores para surfear la ola fascista que nos amenaza a todos solo pueden terminar de dos maneras, como Franz von Papen, que acabó en el banquillo de Nuremberg junto a los capitostes del régimen nazi, o con un pijama de presidiario en un campo de concentración, como los dos vejetes de la novela de Semprún y, por cierto, también el rey de los carlistas, don Javier de Borbón–Parma.

El fascismo es un régimen vertiginoso, fulminante, que termina de mala manera. La derecha española no lo entiende así porque las democracias que lo derrotaron en Europa en 1945, con Estados Unidos al frente, permitieron la continuidad del fascismo español durante treinta años y esta dilatada prórroga, que terminó plácidamente en la cama, transformó la memoria de la dictadura en un bondadoso, incoloro y estable régimen conocido por el nombre de su titular. Los herederos familiares y políticos del dictador han celebrado el trampantojo histórico en estos días de fervorina neofascista, porque, como predica don Aznar, el que pueda hacer algo, que haga. En esta nebulosa en la que la democracia es la dictadura con otros medios, o al revés, tanto da, está buena parte de la sociedad española, incluido don Feijóo.

La muchachada congregada en Madrid parece en las imágenes una reunión de mozos de las quintas de un siglo atrás. Entrados en años, fondones, pero desenvueltos y encantados de haberse reencontrado, como fantasmas que han penado en las sombras de la historia durante un siglo y por fin pueden quitarse de encima la sábana que los ocultaba a la vista pública. Se comunican mediante una jerga entre arcaica y vacía. Hablan de reconquista, un término añejo y recurrente que connota acción militar, aunque ninguno de ellos ha hecho la mili. Hablan de hacer Europa grande otra vez, pero cada uno tiene su propio punto de referencia para entender la grandeza: Atila para los húngaros, Juana de Arco para los franceses, Don Pelayo para los españoles, Julio César para los italianos, y otros hitos alternativos, intercambiables y elegibles al gusto y conveniencia. El único rasgo común en todas estas ensoñaciones es que se erigieron en tiempos de guerra contra sus vecinos. Esta Europa de los patriotasunidos en el vasallaje al emperador anaranjado– ha sido un reñidero interminable y parece que vuelve el burro al trigo. Dios, cómo cansa pensar y escribir sobre esta peste, pero hay que hacerlo porque la alternativa es la mordaza.