El cine español premia lo social. El 47 y La infiltrada, ex aequo. Una extraña y feliz convergencia de neorrealismo y thriller negro. Pelis robustas y acertadas, que conservan en sus entretelas un eco histórico, reconocible en la mejor tradición cinéfila. Ambas copiosamente premiadas por el público en taquilla. En la primera, los vecinos conquistan una parcela de su derecho a la dignidad y al bienestar contra la oposición del sistema que le ha caído encima; en la segunda, el estado democrático incursiona en la sombra de quienes quieren destruirlo y con él la convivencia. Los protagonistas de estas dos historias, un obrero sindicado y una funcionaria pública, dos arquetipos llamados a la extinción por la plutocracia tecnológica que nos sobrevuela, son héroes anónimos, con sangre en las venas, y las historias mismas son azarosas, dramáticas, incompletas y abiertas al futuro por definición incierto.

La revolución tecnológica, el universo interconectado, desprende un doble efecto: destruye los lazos sociales entre individuos diversos y la memoria que sustenta la noción misma de sociedad, y, en las artes narrativas, ha convertido la ciencia-ficción en un género del pasado. Un adolescente en cualquier lugar del mundo hace ciencia-ficción cada día cuando se zambulle en las redes sociales porque está a los mandos de la nave espacial más poderosa que se haya inventado. Cuando esta tela de araña envuelve al poder político se produce ese fenómeno que nos tiene perplejos y asustados y que llamamos trumpismo a falta de término más preciso.

El cine español se manifiesta antitrumpista y busca sus raíces en las historias de antes de internet; en realidad no puede hacer otra cosa si quiere sobrevivir e igual tendencia se detecta en los demás cines europeos, replegados hacia historias intimistas, de sentimientos muy afinados y sutiles, como los que ofrece La habitación de al lado, premiada con tres goyas menores, que reconocen su valor artístico pero que están lejanos al meollo melancólico y funerario de lo que se cuenta. La mirada se ha dirigido este año al pueblo, al realismo social, a cuando las salas de cine estaban llenas.

Las comparaciones son odiosas pero a veces inevitables. El baile de disfraces celebrado en Granada  –pajaritas de etiqueta y toilettes estrafalarias-, jovial y espumoso, que registró una abrumadora audiencia en televisión, coincidía en fecha con la amenazadora reedición 2.0 de la cervecería de Múnich que se celebraba en Madrid. No hace falta añadir que un sonriente don Sánchez estaba en el primer sarao mientras don Feijóo era apaleado en efigie en el segundo.