La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a ser oído: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa. (William Shakespeare. Macbeth. Acto V; escena V).

Shakespeare, que, como nosotros, vivió también tiempos interesantes, logró expresar el vacío que nos envuelve y nos constituye. La realidad como una sucesión de máscaras y trampantojos que se entrecruzan, fulguran y se desvanecen sin más evidencia tangible que el dolor físico que ocasionan y, en último extremo, la muerte. Entretanto llega esta, permanecemos embelesados por la representación teatral que se despliega ante nuestros ojos. ¿Será Macbeth rey de Escocia como predijeron las brujas? ¿Acabará la batalla de los aranceles en la tercera guerra mundial?

El recoleto escenario isabelino se ha expandido a todo el planeta y se han multiplicado hasta el infinito las brujas y sus oráculos, los guerreros y sus bravuconadas, los clérigos y sus amonestaciones, los jueces y sus sentencias, los contemplativos y sus ocurrencias, y las víctimas, por ahora innominadas e incontables. ¿Cuántos habrán perdido la hacienda, la salud y la vida cuando se dé por terminada la representación?

El ávido y vengativo ogro ha ocupado el centro de la escena y a su alrededor corretean alocadamente los intrépidos, los oportunistas, los codiciosos, los cobardes, los dubitativos, en busca del lugar y el discurso que les ha sido asignado por un guión caótico e indescifrable. Debajo de esta agitación no hay nada. El oráculo que inspiró al ogro la tormenta arancelaria no existe: detrás del caos creado hay un académico de poca monta, un tal Peter Navarro del que nadie había oído hablar; un fulano cualquiera que para dar credibilidad a sus teorías se inventó una autoridad que lleva su nombre malamente enmascarado. Es el doctor Mabuse de esta época, que se comporta como su ancestro en la nueva república de Weimar global.

El código que rige la leyenda exige que el científico loco cree un ser semejante a él, encargado de difundir el mal. A este ser lo llamamos ahora Inteligencia Artificial (IA para la familia), un desarrollo de las ciencias físicas que se independiza (¿se independiza?) de la voluntad humana para subyugar a sus creadores, como ocurriera en el pasado con ciertos descubrimientos de las ciencias biológicas, la arqueología o la oceanografía, susceptibles de escarbar en la imaginación humana hasta dejar en carne viva la imbecilidad natural que nos habita. La IA, como sus creadores, a los que imita, es capaz de fingimiento y tiene la desvergüenza de presentar como una alambicada fórmula matemática lo que es un hallazgo de australopithecus arborícola para propagar el caos.

Llamémosles brujas o cualquier otro nombre impreciso para describir la circunstancia en que los seres humanos se dejan llevar por su incorregible imbecilidad. En la mayor potencia de la Tierra, las elecciones dejaron de ser la opción racional de la sociedad para resolver sus intereses reales y sirvieron de pretexto para desatar el nihilismo que un largo periodo de globalización habían engendrado, y depositar la confianza en un tipo siniestro y brutal como una caricatura al que nadie querría como vecino, si bien, simétricamente, él tampoco quiere tener vecinos de ninguna clase.  Es la soledad del monstruo, que también experimentó Macbeth.