La llamada guerra de los bóxers, como se la conoció en Occidente, fue una sublevación de nacionalistas chinos acaecida entre 1898 y 1901, que puede considerarse como la precuela de lo que habría de ocurrir en la Nación del Centro durante todo el siglo XX y hasta ahora mismo. Es decir, el despertar a la modernidad de un país gigantesco y el consiguiente intento de emancipación del poder colonial impuesto por los occidentales. La sublevación ocurrió tras el fracaso de las reformas impulsadas por el gobierno chino para modernizar el país y mejorar la situación de la población y el detonante fue el malestar por la opresiva injerencia extranjera sobre la titubeante emperatriz Cixi. Los bóxers, llamados así por los occidentales porque practicaban artes marciales, tenían como objetivo a los extranjeros y sus colaboradores locales, y singularmente a los misioneros religiosos, que estaban eximidos de impuestos y gozaban de privilegios económicos y civiles que extendían a sus comunidades cristianas.
Para las mortandades a las que nos hemos acostumbrado después, la revuelta fue una miniatura: unas cien mil personas fueron asesinadas de las que solo un par de centenares eran extranjeros. El conflicto tuvo impacto en la opinión pública occidental porque los bóxers se concentraron en la capital para defender a la reinante dinastía Qing y pusieron bajo asedio el barrio donde se ubicaban las legaciones extranjeras. El sitio duró 55 días hasta que la alianza de las ocho naciones, es decir, el conglomerado imperialista más grande jamás imaginado -estadounidenses, británicos, austrohúngaros, franceses, alemanes, italianos, japoneses y rusos- movilizaron un ejército de veinte mil efectivos y aplastaron la sublevación y retornó el viejo orden de una monarquía decrépita y la consiguiente ampliación de los privilegios de las potencias coloniales.
Los más viejos del lugar recordarán que este episodio histórico encontró reflejo en una peli de gran pirotecnia y miríadas de falsos chinos rodada en las inmediaciones de Madrid (1963) donde lucían palmito Charlton Heston, Ava Gardner y David Niven y donde España, encarnada por Alfredo Mayo, aparecía en segundo plano participando en la defensa de los intereses cristianos contra el peligro amarillo. La aparición de la rojigualda en la película fue una licencia poética del agradecido productor Samuel Bronston, que tenía su próspero negocio cinematográfico afincado en el actual reino de doña Ayuso, porque históricamente nuestro país no participó en la alianza de las ochos naciones.
La peli y el suceso histórico que recrea han venido a mientes en el enloquecido rigodón de aranceles trumpistas donde se puede entrever una estrategia (llamadme paranoico) para formar una nueva alianza de ocho, diez o cincuenta naciones contra Pekín (Beijing, dicho en fino) . Veamos el proceso por fases. Primero, el matón que nos mangonea decreta aranceles al comercio de todos los países del mundo y los vuelve locos; luego detiene temporalmente la aplicación de la medida para comprobar el efecto de la descarga eléctrica: quiénes están groguis, quiénes confusos, quiénes aterrorizados, quiénes desafiantes y quiénes le besan el culo. Solo hay una excepción en este juego de sorpresas: China, a la que cada día se le acrecienta el monto de los aranceles con el fin apartarla de los demás. Es una estrategia que aprendimos de los curas: los pecadores -en este caso, de lesa economía- pueden salvarse con un simple acto de arrepentimiento y aceptación de la leve penitencia, que devuelve al redil de los justos siempre que se rechace inequívocamente al maligno. Supongamos, nos dice dios, que te castigo con unos aranceles, digamos, no del cuarenta, que podría imponerte si quisiera, sino solo del veinte –no gimotees, dios es duro pero justo- y tú me lo agradeces dejando de comerciar con China. Podemos apostar a que estos cálculos ocupan ahora mismo el pensamiento de frau von del Leyen y compañía.
La nota la ha dado don Sánchez el intrépido, que asombrosamente -si este adverbio le es aplicable- ha visitado la Ciudad Prohibida en plena tormenta de meteoritos arancelarios. A uno de los compinches del matón le ha faltado tiempo para lanzarle una amenaza tabernaria. La política de las llamadas democracias liberales se celebra ahora en la mesa de póker de un garito de Tombstone, lo que ya ha permitido a algunos tahúres levantarse una pasta con los vaivenes de las bolsas manipuladas por los aranceles de quitaipón. El diminuto don Feijóo, que trabaja en el local a cargo de las escupideras, también se ha sumado a censurar a don Sánchez y de paso ha dicho la previsible bobada que le ha puesto en evidencia por enésima vez.
Por suerte para los mitómanos, Ava Gardner no aparece en este remake porque no lo habríamos podido soportar.