Los obituarios tienen una regla de oro; el autor debe dejar clara su relación con el occiso, aunque esta sea anecdótica, prescindible y aquejada de irrealidad. En esta ocasión no va a ser distinto. Este escribidor (calificativo que aprendió en una novela del difunto) estuvo en una ocasión a cuatro palmos del nobelizado novelista aunque este no reparara en su presencia ni en su existencia, para decirlo todo.

Fue en 2002 cuando Mario Vargas Llosa diera la lección inaugural de los cursos de la universidad de verano en esta remota provincia subpirenaica, invitado por las autoridades locales. El acto se celebró en el llamado patio isabelino –por pompa que no quede- de la sede del departamento de cultura del gobierno regional y asistió la flor y nata de la sociedad local. Del contenido del discurso este testigo recuerda la armónica prosodia del maestro y algunas vaguedades en su glosa de la libertad, porque en realidad estaba distraído contemplando las miradas arrobadas del público a su alrededor y entregado al pensamiento de que si esos tipos cautivos del embeleso que emanaba del orador hubieran tenido en sus manos a Vargas Llosa y quienes lo leíamos cuando publicó La ciudad y los perros nos hubieran colgado a todos de una encina.

Para entonces, el escritor era un icono cultural y político universalmente compartido, un invitado de gran vitola en festejos varios, que nos hizo la merced de renunciar al ascetismo liberal y de disfrutar de los agasajos de la provincia obsequiosamente pagados por el erario público que, ay, se financia con los malhadados impuestos. El nóbel visitó más veces la remota provincia y sus estancias demostraron que un hombre de letras no ha de ser un resentido enclaustrado en su torre de marfil y bien puede abrazar con auténtico placer las zalemas, lisonjas y homenajes que le dispensan quienes no han leído su obra ni maldita la gana que tienen de hacerlo.

En la obra de Vargas Llosa hay algunas novelas tremendas, de huella indeleble, comparables a las de los maestros decimonónicos, desde la primeriza La ciudad y los perros (1963) hasta la relativamente tardía La fiesta del Chivo (2000) y entremedio Conversaciones en la Catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981).  En todas sus ficciones, aun en las menores, anida un contenido volcánico enfundado en una estructura narrativa muy sólida y servido con una prosa límpida y briosa. La evolución del escritor hacia personaje público debió influir sin duda en la pérdida de garra literaria y en la creciente desafección de sus apasionados lectores. Los homenajes institucionales, las exhibiciones políticas y los devaneos en la prensa del cotilleo lo apartaban de la realidad y amenguaban su talla mientras crecía la sombra que proyectaba en el muro de la conversación pública. Laureles bordados en oro en la casaca de los inmortales, medallas y collares rutilantes, bandas de seda viva cruzadas sobre el pecho, espadines y varas de mando, le hacían parecer una virgen de semanasanta paseada en procesión por todos los salones de los círculos más reaccionarios de España y Latinoamérica. Es improbable que, como dice el tópico, fuera comunista en su juventud. Lo que se sabe de su biografía muestra a un joven de clase media, escritor precoz, concienzudo y muy dotado en el oficio, que no perdió nunca de vista la ola dominante de la época. Fue su notoriedad literaria y su afán de relumbrón social lo que le llevó presentar su candidatura a la presidencia de Perú y a enamoriscarse de doña Preysler, con idéntico resultado en los dos casos porque la maestría de la pluma no sirve para todo.

Quizá no sea un mero azar que su fallecimiento haya coincidido con la debacle histórica en que ha caído la ideología neoliberal que predicó y de la que fue portaestandarte en las numerosas oportunidades que le ofrecieron las élites dominantes. El mundo que postuló el escritor está ahora descabalado en manos de una cuadrilla de chiflados que bien podrían ser personajes de una de sus novelas.