Para Sonja

Cierto día de finales de la década de los ochenta, Sonja Konrath, a la sazón lectora de alemán en la universidad, y quien esto escribe asistieron junto a otras pocas decenas de personas a una conferencia impartida por el entonces ministro de cultura del gobierno socialista de Felipe González, Jorge Semprún Maura. La conferencia versó sobre Europa, que por entonces se había convertido en el tema fetiche del ministro/escritor. La memoria guarda del acto  tres chispazos inconexos: uno, que el conferenciante apoyó su exposición en una cita de Husserl; dos, su tono de voz, grave y melodioso, que construía la argumentación mediante asociaciones de sugerencias estéticas, literarias e históricas, como en sus libros, y tres, la fascinación por el personaje de la que quedó presa Sonja y que, hasta donde sé, se mantiene aún como un imperecedero recuerdo de juventud.

Jorge Semprún era entonces un personaje público en el cénit de su fama y conservaba intacta la capacidad de seducción que le atribuyen todos los que le conocieron. Era también, en un sentido literal, un hombre fabuloso, pues su vida y su memoria están entreveradas de acontecimientos excepcionales, que en sus libros de matriz autobiográfica se ocupó de conservar en ese espacio ambiguo e indescifrable entre la realidad y la ficción, entre el detalle y la abstracción, entre la verdad y la leyenda. Las dos biografías del personaje disponibles en castellano están tituladas de la misma forma, mediante dos términos antónimos grapados por una conjunción copulativa que denota el espacio incierto y vacío que sus biógrafas no han sido capaces de llenar con los testimonios y documentos disponibles: Lealtad y Traición, de Franziska Augstein, e Ida y Vuelta, de Soledad Fox Maura. El misterio que ha sobrevivido a la indagación de las biógrafas es el triunfo póstumo de Semprún, como hombre, como escritor y como leyenda.

El adolescente         

En cierta ocasión le fue preguntado qué era para él fascismo y su respuesta fue: el paso de los aviones con la svástica en las alas sobre las playas de la costa vasca, donde veraneaba con su familia en el verano en que estalló la guerra civil. La imagen es improbable porque la aviación alemana que apoyaba a Franco no llevaba en los primeros meses de la guerra emblemas nazis visibles por razones de política internacional de la época, pero el mensaje es intensamente poético y lleva al lector a los dos acontecimientos entrelazados que determinaron su vida: el exilio y la lucha contra el nazismo primero y el franquismo después. La familia de Jorge Semprún Maura(1923-2011) pertenecía a la estrecha franja de la alta burguesía española que derivó hacia convicciones republicanas después de que el rey apoyara la dictadura de Primo de Rivera. Nieto de Antonio Maura, que fuera presidente del consejo de ministros de Alfonso XIII en cinco ocasiones, y sobrino de Miguel Maura, ministro del primer gobierno de la II República, Jorge recibió una educación exquisita que incluyó el aprendizaje del alemán impartido por institutrices alemanas y suizas, la última de las cuales se casaría con su padre y sería así la malquerida madrastra de los hermanos Semprún Maura. La sublevación militar de julio de 1936 sorprendió a la familia de vacaciones en Lekeitio (Bizkaia) desde donde huyeron por mar a Francia en septiembre. El exilio significó la irrupción de las penurias económicas y la quiebra de la cohesión familiar, en parte por el decaimiento vital de su padre, un burgués flojo de carácter que había vivido con el apoyo de los suyos y no conseguía adaptarse a la nueva y azarosa situación, cuando Jorge y sus hermanos atravesaban el trance de la adolescencia. La derrota del padre en el exilio tendrá reflejo en la primera novela de Jorge, El largo viaje, donde el narrador protagonista se burla de dos burgueses belgas con los que ha compartido el transporte hasta el campo de Buchenwald y muestran su desorientación cuando son obligados a desprenderse de su ropa y pertenencias. El joven combatiente se burla de ellos. Estamos en una nueva época brutal, donde es necesaria no solo la fuerza física sino también intelectual para comprender sus términos y sobrevivir a sus condiciones.

En París, durante un tiempo, Jorge fue apadrinado por un personaje acaudalado, de nombre Eduard August Frick, que le proporcionó casa, comida y dinero de bolsillo. Pudo estudiar en el selecto y prestigioso liceo Enrique IV donde fue un aventajado estudiante de filosofía y aprendió el francés que sería su lengua literaria. Fue en esta etapa cuando inspirado por la obra de Gyorgy Lúkacs abrazó el marxismo y la creencia en el partido leninista, pero estaba más interesado en la teoría que en la praxis. Los libros le acompañaron durante toda su vida, incluso en las situaciones más improbables para la lectura. En La Sorbona siguió clases de Maurice Halbwachs, creador y teorizador del concepto de memoria colectiva, una noción que Semprún rechazaba y así lo consignó en numerosas ocasiones en defensa de su propia concepción individual e intransferible de la memoria. Es la paradoja del individualista que pasó gran parte de su vida jugándosela por causas colectivas. Halbwachs murió en Buchenwald en marzo de 1945 y Semprún relató su muerte en La escritura o la vida describiéndose a sí mismo junto al catre del moribundo. La escena es una invención del escritor y sirve de muestra de esa zona neblinosa en la que la realidad y la ficción parecen buscarse y que constituye el espacio privilegiado de la obra de Semprún, lo que dará lugar, años más tarde, a una cierta polémica sobre el tratamiento de la memoria de los campos de concentración. Pero el joven Semprún está aún lejos de ese momento. En noviembre de 1940, participó en la primera y poco nutrida manifestación de estudiantes contra la ocupación de París por el ejército hitleriano. El hombre de letras y pensamiento había entrado en acción y fue entonces cuando empezó a llevar una doble vida –como estudiante y maquisard-, una condición que se convirtió en el rasgo  característico de toda su biografía.

El combatiente

Cuando se llega a un hito significativo de la peripecia vital de Semprún, las fuentes disponibles fallan, y así no sabemos sino por aproximación qué camino siguió hasta formar parte de un grupo de la Resistencia en la órbita del partido comunista francés, encargado de recoger los envíos de armas y equipos que los ingleses lanzaban por paracaídas para el maquis. En este desempeño se llamó Gérard Sorel, un alias de aroma literario. Era, para los controles de carretera, un jardinero, que aprendió a hablar con los campesinos en el habla de las novelas de Jean Giraudoux y llevaba en su mochila una edición alemana de El Quijote y L’Espoir, la novela de André Malraux sobre la guerra de España. La prosa de Malraux, el escritor y aventurero empeñado en estar siempre en el centro de la Historia, con mayúsculas, y un mitómano de sí mismo, inspiró a Semprún.  Ambos escritores tienen algunos rasgos en común: los dos son individualistas que combaten con las armas del lado de la revolución, los dos aspiran a trascender la anécdota histórica en la que viven en nombre de un sentido superior que linda con el mito y los dos terminaron, quizá como castigo del destino, amansados como  ministros de cultura de gobiernos conservadores en Francia y en España. Pero lo que en Malraux es hiperbólico y expansivo, en Semprún resulta introspectivo y a menudo oculto.

El grupo al que pertenecía Gérard Sorel fue desmantelado por la Gestapo tras una delación y Semprún fue detenido en una granja que servía de lugar de enlace del grupo. Iba armado con un revólver, que intentó usar, y llevaba encima la documentación de su verdadera identidad. Este hecho permitió saber a la policía alemana que había apresado a un español de noble apellido, ciudadano por tanto de un país amigo de la Alemania nazi. Las gestiones que -al parecer, pues una vez más las evidencias son difusas-, a instancias de la familia realizó el embajador franquista José Félix de Lequerica cerca del embajador alemán Otto Abetz no libraron al joven de la prisión y de la tortura. Lequerica era un conservador que había servido en el gobierno de la monarquía con el abuelo Antonio Maura y era compañero de aula universitaria del tío  Miguel, al que protegió en el exilio, y aún intervendría otra vez para interesarse meses más tarde sobre la suerte de Jorge recluido en Buchenwald. Estas últimas gestiones de Lequerica aparecen aludidas en la novela Viviré con su nombre, morirá con el mío, un título que ilustra bien la zona de identidad penumbrosa en la que discurre la biografía y la literatura de Semprún. Las gestiones del embajador franquista interesándose por la suerte de un comunista prisionero despertaron las sospechas de sus compañeros de partido en el Lager. El estalinista convencido, leal a carta cabal, ejecutor de la política del partido en Buchenwald y más tarde en la clandestinidad de la España franquista, nunca pudo librarse del arraigado prejuicio de sus  compañeros,  que les decía que no era de los suyos. Este prejuicio latente estallaría con ocasión de su expulsión del partido, veinte años más tarde, cuando su condición de burgués se proclamó por la dirección como la prueba de su desviación política hacia una línea errónea y peligrosa para la organización.

El primer desafío de los combatientes clandestinos apresados era sobrevivir a la tortura sin delatar a los compañeros. La delación era la causa más frecuente de las redadas de la policía y a las organizaciones clandestinas les iba la vida en la fiabilidad de los miembros del grupo. Semprún resistió pero la tortura aún tiene otro aspecto no menos terrible por ser íntimo, y es la huella que deja en el torturado. Semprún ha aludido en algunos pasajes a su paso por las manos de la Gestapo a su modo, como pretexto para reflexiones más generales, pero, como ocurrió con las demás circunstancias de su cautiverio, no parecía haber tenido un efecto duradero en él excepto en un detalle, imperceptible para quienes le rodeaban. Nunca se bañaba en la piscina en la cercanía de jóvenes que podrían sentir la tentación de jugar con él y hacerle una aguadilla: era el recuerdo de la bañera en la prisión de Auxerre. En este tema, podemos encontrar un interlocutor para Semprún con el que contrastar sus respectivas experiencias. El escritor Jean Améry (1917-1978) perteneció, como Semprún, a un grupo de la Resistencia y también fue detenido y torturado, y conducido después, primero a Auschwitz, donde trabajó un año en la industria adscrita al campo, y luego a Buchenwald. En su libro Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, dedica una sección a la experiencia de la tortura. Para Améry, el primer golpe que recibe el detenido provoca en él un estado de alienación que el autor califica de pérdida de la confianza en el mundo del que no podrá librarse nunca.  La intimidad es asaltada, vulnerada y descoyuntada, y esta experiencia resultará insuperable para el resto de sus días. Esta reflexión sobre la ofensa y el dolor está entreverada por un difuso sentimiento de culpa, ya que Améry hubiera confesado lo que le pedían sus torturadores de haberlo sabido, lo que le hubiera convertido en un traidor. Este recuerdo fue infinitamente más tóxico para su alma que la tortura misma. Semprún no comparte esta experiencia. Para él, la tortura es un destino probable para un combatiente armado y se preparó para aguantarla, conservó la confianza en el grupo y, en lo posible, se comunicó con él desde la cárcel. Aquí aparece un vigoroso y repetido rasgo de la experiencia de Semprún al que alude en numerosas ocasiones en sus libros y que llama la fraternidad, un término vibrante que puede traducirse como una sólida aleación de compromiso y confianza con el grupo político al que se pertenece y que vincula al individuo con la suerte del colectivo del que es responsable. Semprún pudo ser un individualista pero no fue un diletante. En el curso de su ulterior misión clandestina en Madrid, fue detenido el dirigente comunista Simón Sánchez Montero pero Semprún siguió alojado en el piso franco en el que ya estaba, seguro de que su camarada no le delataría bajo tortura, como así fue. El objetivo no era no dar información a los torturadores sino darla cuando sus compañeros hubieran tomado las medidas necesarias para que la información fuera irrelevante. Las células de la resistencia contaban con que el compañero cautivo no pudiera resistir la tortura y hablase. Stéphane Hessel, que fue detenido por la delación de un compañero bajo tortura y enviado a Buchenwald, ha afirmado que no se perseguía a nadie por haber hablado en esas condiciones y el mismo Semprún no dio nunca el nombre de que quien le había delatado, ni siquiera a su biógrafa, muchos años después. Y aún hay un aspecto esencial que distingue las experiencias de Améry y Semprún, El primero era judío y, en consecuencia, estaba condenado de cualquier modo.

El prisionero

‘No soy una víctima, soy un combatiente’, dejó escrito el prisionero número 44.904 del campo de concentración de Buchenwald, ubicado en la colina Ettersberg, a un tiro de piedra de Weimar, la ciudad de Goethe, que solía pasear por este paraje, en el que ingresó Semprún el 29 de enero de 1944, como miembro de la Resistencia francesa y salió de él el 13 de abril de 1945, armado con un lanzagranadas y como miembro de la organización clandestina dominada por los comunistas, que liberó el campo después de que la avanzadilla acorazada del ejército del general George Patton pasara de largo y el grueso de los soldados alemanes que custodiaban el recinto lo evacuaran para incorporarse al frente, que ya quedaba detrás de ellos. Buchenwald fue uno de los primeros campos del sistema del Lager, construido en 1937 para recluir a presos políticos y de conciencia; con el avance de la guerra recibió prisioneros de guerra rusos y de la resistencia en países ocupados, y en las últimas semanas del conflicto fue destino de internos evacuados de Auschwitz y otros campos orientales ante el avance ruso (en esta circunstancia estuvo internado Imre Kertesz, por entonces apenas un adolescente). Cuando Semprún ingresó, los servicios auxiliares del campo estaban en manos de veteranos prisioneros alemanes y franceses que operaban organizados por el partido comunista. Al parecer –estamos ante un nuevo dato no documentado-, un compañero comunista trasladado en el mismo convoy que Semprún avisó a la organización de la presencia de un español que hablaba alemán y francés, y esta circunstancia propició que los servicios de recepción de prisioneros lo cooptaran para trabajar en la Arbeitsstatistik, la oficina que gestionaba las brigadas de trabajo. Este destino le puso a resguardo de la brutal existencia que sufría la generalidad de los  prisioneros a la vez que le otorgaba una autoridad delegada sobre la suerte de estos. Carlos Semprún, que mantuvo con su hermano una relación que viró de la admiración al odio, ha acusado por escrito a Jorge de haber sido un kapo. La acusación no parece cierta, excepto por el hecho de que trabajaba en tareas administrativas y bajo techo, lo que no era una circunstancia menor en términos de supervivencia. Todo lo que hiciera en relación con los destinos de los presos le venía impuesto. En todo caso, es cierto que esta selección de personal para el trabajo que bien podía significar el paso de la vida a la muerte jamás provocó dudas en Semprún.

La supervivencia en un lugar creado para la aniquilación plantea preguntas morales de altísimo voltaje porque la alternativa a la bondad es la vida. Renunciar al aprovechamiento de las infinitesimales oportunidades de prolongar la existencia un poco más en nombre de un principio abstracto de igualdad, justicia o bondad es una forma de suicidio gratuito, opina Semprún, para quien el mal es siempre radical, no solo por la incapacidad del hombre para elevar los principios morales a leyes universales aplicables en toda circunstancia sino porque el mal habita en el ser humano naturalmente como un componente de la libertad que lo hace persona. Robar a un compañero la miserable rodaja de pan del rancho diario impulsado por un hambre insoportable es un acto que tiene una valoración moral muy diferente en la vida normal que en el campo de concentración. Para Semprún, la bondad es la fraternidad, y ésta debe estar guiada al propósito de conservar y mejorar la esperanza del mayor número posible de camaradas, lo que a veces exige sacrificar a algunos, que para Semprún son solo un número sin nombre propio. El Lager no debe verse como un lugar de aniquilación sino como un desafío político y la moral política es siempre pragmática. Su tarea en la Arbeitsstatistik no fue mandar a nadie a la muerte sino salvar al mayor número posible de individuos cuya pervivencia hacía más fuerte y segura la conservación de todos y esto se conseguía mediante una simple manipulación con lápiz y goma de borrar en las listas de destinos de cada día. En su novela Viviré con su nombre, morirá con el mío, Semprún relata en clave de ficción autobiográfica este proceso de sustitución de su nombre por el de un moribundo, cuando él mismo, es decir, su personaje en la novela, empezaba a despertar las sospechas de las SS.

Semprún ha dejado escrito que tenía dificultad para recordar la fecha de su liberación de Buchenwald pero no para recordar que ese día meditaba sobre las enseñanzas de Ludwig Wittgenstein. Esta chocante afirmación que retrata a un joven de veintidós años reflexionando sobre uno de los filósofos más herméticos del siglo XX en un paisaje poblado de cadáveres es pareja al malestar por la perpetua condición de testigo que ha marcado su vida, no solo en sus libros, sino en artículos, conferencias, entrevistas y actos de homenaje en los que era la estrella invitada. La poesía de la memoria pugna con la prosa de la realidad. La voluntad del escritor se opone a la fuerza de los hechos. La disonancia entre lo escrito y lo vivido le perseguirá siempre. Y se lamenta irónicamente: Es claro que el mejor testigo, a juicio de los especialistas, es el que no ha sobrevivido, pero cómo invitarle a los coloquios. En todo caso es un problema que resolverá el tiempo, pronto ya no quedarán testigos molestos, de embarazosa memoria. Una insalvable distancia separa la memoria y la experiencia de Semprún de los testimonios dominantes en la literatura concentracionaria y del Holocausto. Esta se caracteriza en general por una agónica voluntad documental en la que se persigue un doble objetivo: explicar a los lectores la naturaleza de un sistema de cautiverio y aniquilación inédito hasta entonces y dar noticia de la vesania contenida en su funcionamiento. La experiencia en cautividad de Semprún no pasó por este trance agónico y, en consecuencia, su literatura biográfica posterior es ajena al testimonialismo. Para él, la recreación literaria y literal de la experiencia del campo constituía una opresiva prolongación del cautiverio.  La superación de la experiencia de la muerte no estaba en la literatura sino en el activismo político. Los aspectos documentales de la literatura concentracionaria, pegada a la anécdota, le aburrían y le irritaban. Las víctimas se lamentan, los combatientes reflexionan. En su posterior misión clandestina en Madrid vivió durante un tiempo en el piso de un matrimonio de obreros comunistas. El marido había sido prisionero en Mauthausen y se empeñaba en narrar a su huésped los horrores padecidos de los que había sobrevivido de milagro. El fastidio que le producían a Semprún estas historias, a las que por razones de seguridad no podía responder con su propio relato, fue simultáneo al inicio de la escritura de su primera novela, El largo viaje; la primera también de sus memorias noveladas sobre su experiencia en cautiverio, publicada en 1962 y con la que ganaría el entonces prestigioso premio europeo Formentor. Este relato de Jorge sobre la génesis de la primera novela podría ser otra reconstrucción de la memoria que choca con el testimonio de su hermano Carlos según el cual escribió una primera versión entre los años 1947 y 1948, que no fue aceptada por los editores. Hay una razón para creer el testimonio de Carlos sobre el rechazo de la novela. Los retornados de los campos no eran bienvenidos en aquellas fechas de triunfalismo por lo que tenían de recordatorio de la culpa colectiva en un país en el que muchos colaboraron con el ocupante y los resistentes activos fueron pocos y tardíos. El propio padre de Semprún, agobiado por sus problemas personales, le trató como si volviera de un viaje de negocios o de vacaciones cuando el hijo regresó de Buchenwald, sin ningún interés por lo que le había ocurrido.

El camarada

Buchenwald tenía una biblioteca que en 1945 era de 14.000 volúmenes. Las obras nazis, que nadie leía, se engrosaron con toda clase de literatura requisada, en muchos casos a los propios prisioneros. La biblioteca estaba gestionada, como los demás servicios del campo, por prisioneros veteranos y los libros eran prestables y a disposición de los internados, si podían leerlos, y Semprún, que gozaba de tiempo libre en la oficina de la Arbeitsstatistik, usó cuanto pudo de este privilegio, al que hay asociado una anécdota desconcertante: la única vez que Semprún oyó su nombre por la megafonía del campo fue porque le reclamaban  en la biblioteca la devolución de unos libros prestados. La imagen de Buchenwald como una institución cultural es como poco insólita. En cautiverio leyó novela, filosofía y la Historia del Partido Comunista de la URSS, encargo editorial de Stalin al que el partido atribuía la autoría de la obra y que a Semprún le pareció filosóficamente mediocre. Aquí tenemos dos nuevas circunstancias que abonan la leyenda de el hombre que vivía en otro mundo: el lector infatigable en el campo del horror y el estalinista ortodoxo que descreía de Stalin. El prisionero número 44.904 había aprendido el valor de la organización cuando se persigue un objetivo político y la dureza y tenacidad que exige, y salió a la libertad con un lanzagranadas en la mano y sin una sola caries en la dentadura, según su propio testimonio, resuelto a proseguir la lucha. Retornado a París, se adscribió a la célula 722 del partido comunista francés en la que orbitaba un florido ramillete de intelectuales y artistas entre los que estaba la actriz Simone Signoret y su marido Yves Montand y la escritora Marguerite Duras y su marido, el editor Robert Antelme. Montand y Antelme tendrán, en desigual medida, un papel relevante en la proyección política y literaria de Semprún.    

En la experiencia y en la obra de Jorge Semprún flota el problema de la traición, a los camaradas, a los hombres en general. La fraternidad como anhelo y como conquista es un sortilegio para exorcizar su contrapunto: la traición. El joven prisionero tuvo que enfrentar la tentación de la traición en la tortura y más tarde en su trabajo con las listas de selección en Buchenwald.  Curiosamente, en cada una de estas dos circunstancias puede encontrarse a sendos interlocutores que fueron también prisioneros en Buchenwald y  autores de libros sobre su experiencia en cautiverio: Robert Antelme y Jean Améry, al que ya se ha aludido más arriba. Antelme (1917-1990), al contrario que Semprún, salió destrozado del cautiverio y  fue autor de un solo libro –La especie humana– sobre su experiencia en Gendersheim, un subcampo de Buchenwald. Semprún hizo una elogiosa semblanza del libro de Antelme en la publicación comunista en la que colaboraba después de la guerra y lo hizo en los términos oficiales de la ideología leninista vigente: la arrasadora experiencia del campo de concentración no era más que el punto extremo del funcionamiento del capitalismo y los padecimientos de los prisioneros eran la mera exacerbación del sufrimiento habitual del proletariado. “Para cualquier lector, teniendo en cuenta las diferentes circunstancias y detalles, no existe en lo cotidiano una quiebra radical entre la vida en el campo y la vida cotidiana”, escribió Semprún entonces. Ni el autor del libro ni su crítico hacían mención al exterminio directo de los judíos. “No pensábamos en eso entonces”, dice Semprún. Esta comunidad de lenguaje entre Antelme y Semprún debió permitir a este último obviar las razones por las que no le gustaba el libro en el que Antelme describía la degradación física y moral del prisionero, una perspectiva que no era central en la experiencia de Semprún. Este escribía odas a Stalin pero le interesaba Faulkner, Kafka y Freud, entre otros proscritos en el canon literario comunista. Así, la crítica del libro de Antelme puede considerarse un temprano indicio de la doble vida, intelectual, en este caso, de nuestro héroe.  

La célula comunista era una comunidad humana en la que se mezclaban ideología, negocios, intereses y sentimientos en dosis potencialmente explosivas y una confusa -una vez más- sucesión de acontecimientos llevó a la ruptura entre Semprún y Antelme. Incumplimientos profesionales, chismorreos sobre el comportamiento de unos y de otros y comentarios formulados en charlas que se creían privadas llevaron a una denuncia formal y a la expulsión de Duras y de Antelme del partido. No debe olvidarse que esta vida azarosa y creativa de los intelectuales miembros de la célula tenía lugar en el marco de hierro de una organización estalinista donde menudeaban las versiones domésticas de los procesos de Moscú. Los expulsados estuvieron convencidos de que Semprún había estado detrás de la denuncia y del proceso que se les incoó. En el encono de la historia aparece la crítica en privado de Antelme a las actividades del partido comunista en Buchenwald, de las que, como se ha dicho, Semprún formó parte. Antelme sangraba por la herida porque fue adscrito en una de la listas de la Arbeitsstatistik con destino al campo de Dachau donde, en un estado de extrema debilidad, contrajo el tifus y hubiera muerto de no haber sido rescatado in extremis después de la rendición de Alemania por una misión que dirigió François Mitterrand. Jorge negó siempre su participación en la denuncia y en la expulsión de Antelme, y calificó desdeñosamente las quejas de este como una ficción familiar. Carlos Semprún, de nuevo en el papel de pepito grillo de su hermano, ratificó la versión de los expulsados. Pero no hay modo válido de confirmar el hecho; una vez más, la oscuridad de la historia acecha a la leyenda.

El agente clandestino

En esas fechas, Semprún dejó el partido comunista francés y se afilió al español, y se casó con Colette Leloup, editora cinematográfica y ex esposa de Jacques Martinet, el secretario de la célula que había dirigido el expediente de expulsión de Duras y Antelme.  Es posible que la denuncia de los dos expulsados, de ser cierta, hubiera robustecido su crédito como comunista confiable en un tiempo de post guerra en que todos los partidos comunistas, también el español, estaban enfrascados en purgas internas, destinadas a eliminar toda disidencia, real o supuesta, en base a los presuntos comportamientos de los acusados durante la guerra. La acusación más frecuente era la de connivencia con el fascismo. Por esta causa fueron expulsados del PCE los miembros del comité de liberación de Mauthausen, entre ellos Mariano Constante, uno de los más activos publicistas del sufrimiento de los republicanos españoles en ese campo. Estos procedimientos no inquietaban a Semprún, quien por entonces rechazaba que hubiera campos de concentración en la Unión Soviética y defendía los procesos contra  Lazslo Rajk en Hungría y Rudolf Slansky en Checoslovaquia. En el futuro tendrá tiempo de revisar este periodo de su vida, pero eso ocurrirá veintitantos años más tarde. En el momento en que estamos, Semprún entró una vez más en la historia por la puerta grande. Se sintió fascinado por Dolores Ibarruri, Pasionaria, mítica presidenta de los comunistas españoles, y tuvo lo que se puede calificar como un flechazo con Santiago Carrillo, el astuto secretario general, que vio en el neófito a una candidato idóneo para la agitación en el ámbito de lo que entonces se llamaban los trabajadores de la cultura. El ingreso en el partido comunista español contenía una gavilla de expectativas muy sentidas por un Semprún sin oficio ni beneficio y desorientado respecto a su futuro. En primer término, volvería a su lugar de origen, la patria de su infancia y adolescencia, y para luchar contra Franco por la República perdida, pero también tenía la posibilidad de poner tierra por medio del tóxico ambiente parisino y dar salida a través del activismo a su hasta entonces frustrada carrera de escritor. No era un comunista típico, ni mucho menos, pero estaba fogueado en el funcionamiento del partido y se había demostrado a sí mismo que se manejaba bien en esa estructura que, por otra parte, era la única que proponía una transformación de la sociedad contra la que Semprún no había dejado de combatir desde que él y su familia fueron expulsados de su patria y de su clase social.

La clandestinidad en España significó la mejor época de la vida de Semprún, en sus propias palabras. Nueve años en que vivió a tiempo completo una doble vida. En París, donde estaba la dirigencia del partido, su familia y amigos, era Jorge Semprún, camarada, marido y colega de carne y hueso, del que nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba; en España era una sombra mayoritariamente conocida como Federico Sánchez. Un personaje solitario, elusivo y fascinante, que se manifestaba en citas azarosas y breves antes de sumergirse de nuevo en la oscuridad de la red de refugios ignotos donde pasaba la mayor parte de su tiempo. Federico Sánchez fue un agente clandestino en el que se combinó con éxito la audacia y la cautela, y que adquirió la dimensión de una leyenda que terminaría alimentando al ser real que lo encarnaba. Dos apasionantes preguntas despierta esta fase de la biografía de Semprún. La primera, ¿qué hizo en este largo periodo de clandestinidad?, y la segunda, ¿cómo pudo permanecer tanto tiempo sin ser detectado y detenido por la policía franquista? Las dos preguntas tienen respuestas conjeturales. Por razones obvias, no hay documentos escritos y el propio Semprún, de acuerdo con su estilo, que desdeñaba la anécdota, eludió en su obra autobiográfica las cuestiones de detalle.

La tarea del agente clandestino era reclutar y mantener la cohesión de los militantes, transmitir consignas y elevar a la dirección en París informes de la situación política, todo ello en un contexto extraordinariamente hostil y peligroso. En la primera mitad de los años cincuenta se estaba produciendo una mutación de la conciencia política de algunos hijos de la burguesía vencedora en la guerra civil que los acercaba al partido comunista. Fue en este campo donde Federico Sánchez ejerció su labor. El episodio más notorio fueron los llamados sucesos de la Universidad del Madrid en 1956, cuando un puñado de estudiantes, hijos de la burguesía del régimen, algunos comunistas y bajo la dirección del partido, ensayaron una rebelión contra el sindicato estudiantil franquista, el único legal, que provocó enfrentamientos de los que se derivó la muerte de un estudiante falangista por disparos errados de la policía o de sus propios compañeros. En el núcleo que movilizó la revuelta estaba Javier Pradera, que más tarde sería uno de los editores de libros y editorialistas de prensa de referencia en la transición democrática. El régimen zanjó la crisis con detenciones, torturas y consiguientes condenas de cárcel, y el cese de los rectores de las universidades de Madrid y Salamanca. Federico Sánchez está en la trastienda de estos acontecimientos, a los que asiste con entusiasmo que transmite a la dirección del partido, y sale indemne de la represión consiguiente. Las actividades clandestinas de la época se reducían a una lucha inaudible para la población entre los comunistas, sobre todo, y la policía en la que esta ganaba finalmente la partida. Así fue siempre, excepto con Federico Sánchez. Culto, desenvuelto, a la vez que cauteloso, se movía en medios intelectuales y académicos, para lo que estaba sobradamente preparado y ejercía sobre sus interlocutores una suerte de fascinación admitida por todos los que le conocieron. Los testimonios no son muchos, sin embargo, y los que hay abonan lo que podríamos llamar una vertiente glamurosa de la clandestinidad, que incluye la cercanía ocasional de Federico Sánchez a Domingo Dominguín, hermano comunista del torero más famoso de la época, Luis Miguel Dominguín, en una finca rural frecuentada por franquistas de toda laya. Esta intrusión de la leyenda de Federico Sánchez en la upper class franquista de la época es una imagen más poderosa y atrayente que la que podría deducirse de un conocimiento exacto de lo que aquel agente clandestino hacia en España. Las condiciones para cualquier logro político de la oposición eran inexistentes. La dictadura había devenido en régimen estable, había emprendido reformas que darían paso a la etapa del desarrollo económico y la población había dejado atrás la brutal represión vigente hasta finales de los años cuarenta y empezaba a disfrutar de un modesto pero cierto y creciente bienestar. Sin duda, los informes que Federico Sánchez dirigía a la dirección del partido  daban noticia de esta situación que hacía imposible cualquier expectativa de cambio del régimen por procedimientos insurreccionales. Los comunistas intentaron una huelga general en 1959, en la que depositaron unas esperanzas completamente irreales, que fracasó por completo y la fuerza de los hechos les obligó a optar por una estrategia adaptativa que duró hasta la muerte del Franco. Este cambio de estrategia del partido marcaría el fin de la etapa del Semprún clandestino y alumbraría más tarde el renacimiento, esta vez puramente literario, de Federico Sánchez. Es como si la vida se contrajera para convertirse una vez más en leyenda: la oscura veta de carbón en la profundidad de la existencia convertida al cabo del tiempo en diamante. Habían pasado nueve años y Semprún volvía a París y recuperaba su identidad real. El partido envió sucesivamente a dos curtidos militantes para cubrir su vacante en la clandestinidad: Julián Grimau y José Sandoval, ambos detenidos al poco tiempo, torturados y el primero de ellos, fusilado.

El escritor

La guerre est finie, la película de Alain Resnais de 1966, de la que es guionista Jorge Semprún es un testamento temprano de la vida del agente clandestino que ha quedado atrás. Semprún ha dejado de ser Federico Sánchez, es un escritor reconocido –El largo viaje, premiado con el premio Formentor es de 1964- y está entre sus iguales, en el mundillo literario y artístico parisino en el que quiere estar a partir de ahora para desarrollar su más fuerte y definitiva vocación. Él no es un prisionero de los nazis ni un agitador clandestino de los comunistas: roles en los que, como tantos otros compañeros de su generación, podría haber quedado atrapado, no le interesan. En su nueva vida, las novelas y guiones cinematográficos le sirven para construirse a sí mismo, a su verdadero personaje, hecho de una aleación de materiales reales e imaginarios, y dejar atrás los avatares que ha encarnado con anterioridad: transitorios, circunstanciales, materia para la leyenda. La obra de Semprún tiene un fuerte componente de ajuste de cuentas con la realidad. La historia que cuenta la película, narrada con la concisión casi documental que impuso el estilo de la nouvelle vague, ofrece un repertorio diríase que exhaustivo de las rutinas de un agente clandestino: las cautelas para preservar su seguridad ante la policía, las difíciles relaciones con el mundo real de su familia, la monótonas rendiciones de cuentas y discusiones ante la dirección del partido, los contactos azarosos con otros grupos de la oposición. En el subtexto de esta historia anodina, interpretada por Yves Montad, amigo y alter ego cinematográfico de Semprún,  se transparente el drama político por el que acaba pasar el escritor apenas dos años antes de la producción del filme. La actividad en España le había convencido de que cualquier estrategia insurreccional frente al régimen de Franco era imposible (eran tiempos en que algunos grupos estudiantiles coqueteaban con la posibilidad de la lucha armada, como aparece en la película) pero también resultaba estéril la estrategia del partido comunista, la labor del viejo topo a la espera del momento revolucionario, como demostró el estrepitoso fracaso de la huelga general. El resultado fue una seria divergencia estratégica e ideológica de Semprún con Carrillo y Pasionaria que se zanjó con su expulsión del partido en 1964. En esta clave, la película puede verse como un desplante hacia los jefes del partido que le habían expulsado. Cada fotograma parece decir: estos son los hechos y no la elucubraciones que os hacéis en vuestras covachuelas del exilio. Semprún fue expulsado junto con otro disidente, el veterano comunista Fernando Claudín. Este dependía del partido para su subsistencia y su familia sufrió mucho, en lo económico y en lo afectivo, tras la expulsión. Semprún, no; él ya tenía otro mundo alternativo, lo que incluso le permitió ayudar a Claudín en el trance.

La producción literaria y cinematográfica de Semprún está inspirada por su experiencia política en un tiempo de desencanto revolucionario y, a la vez, de aparición de nuevos desafíos para una conciencia de izquierdas. El escritor dialoga con el agitador. De una parte, el sosiego y la complacencia adquiridas en su nueva situación; de otra, los terribles fantasmas que aún pueblan el mundo, tan parecidos a los que poblaron su pasado. Las películas de las que fue guionista son más vibrantes; las novelas que escribió, más discursivas. En el cine operó de la mano de grandes directores de la época: Alain Resnais, Joseph Losey, Yves Boisset y sobre todo Konstantinos Costa-Gravas. La política como thriller o el thriller al servicio de la reflexión política: Z, El atentado, Sección especial, El caso Stavinsky, La mujer en la ventana, y las más cercanas a la experiencia personal del guionista, La confesión y Las rutas del sur. El joven espectador y el viejo que ahora escribe estas líneas conservan en común el turbador impacto que provocaban estas películas, de las que intentábamos extraer pautas para entender la razón histórica y lo que podríamos llamar la razón moral en situaciones menos heroicas que contradictorias. La confesión se publicitó con uno de los carteles más impactantes de los que este cinéfilo tiene memoria; un primer plano de Yves Montand con los ojos tapiados por unas gafas ahumadas de fogonero y el cuello abrazado por una soga de ahorcado. Lo que cuenta la película es una revisión del caso Slansky, el proceso estalinista que acabó con la cúpula dirigente del partido comunista de Checoslovaquia, cuya necesidad justificó Semprún cuando se produjo en 1952, y que en la película aparece focalizado en uno de los acusados, el único del grupo que no fue ejecutado, Artur London, obligado bajo tortura a confesar delitos que no había cometido y que desfiguraban por completo su biografía de militante comunista. Las gafas ahumadas no son solo un signo de la tortura sino de la ceguera del veterano militante obligado a repensar su pasado y, en último extremo, a renegar de él; una vez más, un ajuste de cuentas de Semprún con su experiencia, no con el fin de negarla sino para evitar que se adueñe de él. Soy el capitán de mi destino, es el mensaje. A su vez, Las rutas del sur es una secuela de La guerra ha terminado, donde el protagonista, un alter ego de Semprún, también interpretado por Yves Montand, que en esta ocasión tiene el nombre de Juan Larrea, uno de los alias del escritor en la clandestinidad, se enfrenta a su hijo en una recreación del conflicto generacional que trasluce a la vez la experiencia de Semprún con su hijo Jaime, un sesentayochista que también hizo cine y del que su padre nunca se ocupó mientras estuvo entregado a las actividades clandestinas. La película es de 1978, Franco ha muerto hace tres años y el año anterior había reaparecido Federico Sánchez.

El fantasma de Federico Sánchez volvió a la vida para ajustar cuentas con el pasado imperfecto y entró por la puerta grande, la más grande imaginable en el mundillo literario español. El premio Planeta de 1977 se otorgó al primer libro que Semprún había escrito en su lengua materna: Autobiografía de Federico Sánchez. En el mundo dúplice, escindido, que habita Semprún, el francés es la lengua culta del pensamiento, el discurso y la alta representación; el español es la lengua directa de la pasión, el panfleto y la camaradería que tanto puede terminar en un abrazo como en una ruptura, que es lo que ocurrió y lo que se cuenta en la autobiografía. El impacto del libro, aupado por el aparato de mercadotecnia del premio, fue tremendo. Los comunistas habían llegado exhaustos al final de la dictadura: envejecidos y apaleados, literalmente, hubieron de renunciar a sus objetivos para ser aceptados en el sistema democrático recién creado y, aunque no lo sabían en ese momento, estaban a dos pasos de su extinción como fuerza política. El aporte de juventud que recibió el partido en los últimos años de la dictadura no sirvió para su supervivencia, al contrario, multiplicó sus contradicciones hasta el estallido final. Para la sociedad perpleja y desmemoriada que hizo la transición democrática en España, nada del pasado de Semprún significaba nada, ni la República vencida, ni la resistencia contra los nazis, ni los campos de concentración, ni siquiera la larga lucha contra el franquismo en la clandestinidad, pero ese mismo público ignorante acogió con entusiasmo la Autobiografía de Federico Sánchez porque abundaba desde la experiencia de los hechos en los tópicos anticomunistas en los que había sido moldeada por el omnipresente discurso franquista. Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri habían sido demonios en el imaginario español y ahora se sentaban en los escaños del congreso de los diputados. Esta disonancia cognitiva vino a resolverla el resucitado Federico Sánchez, que contaba desde el conocimiento directo cómo eran y qué hacían estos personajes en el pasado. Y cuán equivocados estaban. Carrillo y Semprún habían sido amigos, además de camaradas, pero como dice el aforismo clásico ahora este era más amigo de la verdad. El libro fue un ajuste de cuentas con los ex camaradas que le habían expulsado del partido trece años antes, un alegato inyectado de furia, una venganza servida en frío, escribe su biógrafa Fox Maura, y a la postre una crónica de sucesos en el que la abundancia de datos veraces no da un relato veraz, en palabras de Javier Pradera, quien fuera el más próximo y estrecho colaborador de Federico Sánchez en el Madrid clandestino. El apartamiento del partido comunista y de las preocupaciones y  sinsabores de la clandestinidad habían hecho posible que Semprún se dedicara a su vocación más íntima, que le había convertido en un escritor y guionista de éxito, pero nada de esto era conocido por el público español que leía con fruición y sorpresa su alegato anticomunista en las páginas del último premio Planeta.

El ministro

En la década de los ochenta, la democracia española se estabilizó bajo el mandato del gobierno socialista de Felipe González y la sociedad experimentó un periodo crecimiento y bonanza económica, a la vez que el país cumplía su anhelo de siglos de formar parte de Europa. En el escenario de la guerra fría, el declive de la Unión Soviética avanzaba imparable y en occidente se producía una revolución ideológica que desplazaba el discurso de la izquierda a beneficio del neoliberalismo. Estábamos en la post modernidad y la cultura se convirtió en un juego de abalorios. El escritor Rafael Sánchez Ferlosio escribió en 1984 un celebrado artículo en el diario El País titulado La cultura, ese invento del gobierno en el que satirizaba sin misericordia las llamadas políticas culturales y sus banales y ostentosas manifestaciones. Naturalmente, el artículo de Ferlosio no tuvo ningún efecto sobre el espíritu de la época. Los materiales políticos y culturales potencialmente explosivos con los que había operado Semprún en el pasado se hicieron más manejables, más dúctiles, menos espinosos, y por último fueron absorbidos en la caudalosa corriente de autocomplacencia que invadió los últimos años del siglo. Semprún continuó su actividad como escritor en Francia y en francés, a la vez que se convertía en una figura mediática, frecuente en coloquios televisivos y eventos culturales y políticos, donde su prestancia física y su bien conocida capacidad de seducción le otorgaban una relevancia inmediata. Las circunstancias históricas empezaban a moldear su personaje como un genuino símbolo de la Europa en la que creíamos y deseábamos vivir: políglota, cosmopolita, culto, resistente antifascista, experimentado en lances de alto riesgo, escritor de éxito y además apuesto e irresistiblemente seductor. Solo le faltaba ser ministro en la pauta de su admirado Malraux  y, como si el destino se empeñara en colmarle de todos los dones, Felipe González le nombró ministro de cultura en 1988.

En la perspectiva del presidente del gobierno español, el nombramiento de Semprún fue una operación de imagen; la cartera de cultura era poco más que un florero pues las competencias en la materia –excepto unas pocas instituciones de rango nacional, como el Museo del Prado- están transferidas constitucionalmente a las comunidades autónomas. Semprún se tomó el cargo con la seriedad y la atención proverbiales con las que afrontó siempre la política, para él una atracción de cuya necesidad e importancia no dudó jamás. Pero  tenía poco que hacer en el despacho y lo poco que tenía que hacer había de travesar una extenuante muralla de pejigueras burocráticas y rutinas administrativas, que ni siquiera se veían compensadas con el esperado debate político en el seno del gobierno. Los consejos de ministros en los gobiernos españoles, y más en los monocolores de Felipe González, no eran lugar para el debate. En este marco de incuria intelectual, Semprún encontró a su bête noire en el vicepresidente Alfonso Guerra, un personaje con ínfulas y firme guardián de las esencias del partido socialista, un apparatchik típico, casi caricaturesco, al que se enfrentó. Por entonces, Guerra estaba en la picota de la opinión pública por una corruptela perpetrada por su hermano Juan en el feudo socialista de Sevilla y el presidente González, que llegó a sentirse amenazado con perder la poltrona cuando le pidieron la dimisión de su amigo, hizo una crisis de gobierno y cesó a Guerra y a Semprún. Este despertó a Federico Sánchez para llevar a cabo su segundo ajuste de cuentas con la izquierda política española. El libro, Federico Sánchez se despide de ustedes, es una recreación de sus vivencias en un Madrid  muy distinto al que conoció en su infancia y desde un puesto institucional que ya habían ocupado su abuelo Antonio y su tío Miguel. Pero lo que todos los lectores recordamos de este libro es el inmisericorde retrato que ofrece de Alfonso Guerra y, por extensión, del socialismo gobernante en el país, del que curiosamente salva a Felipe González, un político de la cualidad de los armiños, capaz de atravesar todos los barrizales sin que su piel se manche. Federico Sánchez es el killer de Jorge Semprún; la sombra encargada de señalar con el dedo la realidad y de caricaturizar a los responsables.

La leyenda

Los libros escritos por Semprún desde los años noventa hasta su fallecimiento en 2011 son los mejores de su producción, no solo porque ha adquirido una notable maestría en su propio estilo sino porque aparecen como diálogos consigo mismo, guiados por una voluntad de entenderse y de entender el mundo en que ha vivido, sin urgencias ni contaminaciones con la realidad, que siempre tiene sus propias normas. Por fin, Semprún está solo con su memoria y su historia, intransferibles ambas, como quiso siempre. La escritura o la vida (1994); Adiós, luz de veranos (1998), Viviré con su nombre, morirá con el mío (2001), son relatos conmovedores y poéticos. En este universo literario se despliega una sinfonía de recuerdos e imágenes, hechos e invenciones, en una búsqueda tentativa del verdadero mundo de alguien que tuvo varias caras, varios nombres, varias vidas, y los sobrevivió a todos. En estos últimos libros, los atributos adjetivos que le identificaron –el adolescente exiliado, el estudiante rebelde, el combatiente armado, el prisionero, el agente clandestino, el político frustrado, el escritor de éxito, incluso el divo de tantos galardones, congresos y homenajes- permanecen pero como teselas de un mosaico inconcluso, que será lo que quede de su verdadero rostro, de su azarosa e inaprehensible existencia.

A esta última etapa creativa pertenece también Veinte años y un día (2003), la segunda obra escrita en español por el autor y la tercera y última, esta sí, aparición de Federico Sánchez. El relato, como es habitual, ofrece una mezcla de recuerdos reales e invenciones novelescas y se articula en épocas diversas –la república, la guerra, el exilio, la clandestinidad- que saltan una a otra en busca de un hilo conductor que dé sentido a la historia. El lector adivina que la pasión española de Semprún es un intento de sellar la fractura de la guerra civil y el exilio, y alcanzar mediante la fraternidad que proporcionaba el trabajo político lo que para él y para los comunistas de los años cincuenta y sesenta era un anhelo y una consigna: la reconciliación nacional. Esta terminó produciéndose a la muerte del dictador pero no como lo imaginaban quienes, como Semprún, lucharon por ella y ni siquiera de una forma completa y satisfactoria, como estamos experimentando ahora mismo. Semprún pertenece a la última generación que creyó que era posible conducir la historia si conocías bien los hechos y disponías de una herramienta filosófica y una organización militante para llevar a cabo la política correcta en cada circunstancia. Federico Sánchez desmiente esta creencia. En esta etapa postrera. Semprún entegó su lealtad a la idea de Europa unida y armónica y publicó dos trabajos referidos a este tema: El hombre europeo (2005), al alimón con el primer ministro francés Dominique de Villepin, y una gavilla de artículos y conferencias, entre las que está la que ofreció en esta ciudad, con el título Pensar Europa (2006).  La mala noticia es que también este último ideal político e histórico está en fase de deconstrucción, lo que convierte a Semprún, propiamente, en el hombre que vivió en otro mundo.

La memoria

No sabemos qué grado de inmortalidad concederá el futuro a este notable escritor y emblemático ciudadano de una época ya ida y hasta qué punto el público visitará el sugestivo yacimiento arqueológico del siglo XX que es su obra literaria y biográfica. En Adiós, luz de veranos, dejó expreso el deseo de ser enterrado en la localidad de Biriatou envuelto en la bandera tricolor de la II República. Enterrado en la frontera de sus dos patrias, española y francesa, en la vieja tierra de Euskalherria, donde nació a la vida consciente bajo las alas amenazadoras de los aviones de bombardeo nazis, donde empezó el exilio, donde se abrió la herida existencial que no pudo suturar nunca. Jorge sobrevivió a su mujer Colette y a su hijo Jaime y a todos sus hermanos de la dispersa familia; los dos mayores, Maribel y Gonzalo, murieron el mismo año que él. Falleció en París el siete de junio de 2011 y fue enterrado junto a su mujer en Garentreville, en la Isla de Francia, con la bandera república sobre el féretro y rodeado de familiares y amigos de la política y de la literatura, entre ellos Javier Pradera, quien falleció al poco y no pudo asistir al homenaje al escritor en Biriatou, donde se erigió una estela en su memoria en la que está estampado su deseo de ser enterrado en ese lugar. Incluso después de muerto es un hombre escindido, que espera la eternidad en otro mundo: los restos del individuo real que fue Jorge Semprún Maura reposan en Garentreville; lo que queda de la leyenda de Federico Sánchez está en Biriatou.

Fuentes consultadas

Bibliografía: El largo viaje (Tusquets 2004).Adiós, luz de veranos (Círculo de Lectores, 1998), Viviré con su nombre, morirá con el mío (Tusquets 2001). La escritura o la vida (Tusquets 1995). Autobiografía de Federico Sánchez (Planeta, 1977). Federico Sánchez se despide de ustedes (Austral, 2015). Veinte años y un día (Tusquets 2003).

Filmografía: La guerra ha terminado (1966, director Alain Resnais). La confesión  (1970, director Costa-Gavras). Las rutas del sur (1978, director Joseph Losey)

Biografías: Franziska Augstein, Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo (Tusquets 2010). Soledad Fox Maura, Ida y vuelta. La vida de Jorge Semprún (Debate, 2016). Santos Juliá. Camarada Javier Pradera (Galaxia Gutenberg 2013)