La democracia, hasta ayer un ecosistema natural en esta parte del mundo, se ha convertido en un maldito rompecabezas. No solo no sirve para alcanzar consensos y afrontar los retos de la sociedad, sino que tampoco parece que entendamos cómo funciona. Bajo la carpa de las instituciones, los protocolos y las leyes vivimos una guerra civil larvaria y, por decirlo así, multilateral. A la menor ocasión, una costura del envoltorio revienta y ahí estamos, sumidos en una cacofonía en la que el más tonto hace relojes. La extrañeza ante el mecanismo democrático es correlativa a la que sufrimos los usuarios de alguna edad ante los artilugios de las nuevas tecnologías. Ante esta realidad novísima, la experiencia no nos enseña nada. No es casualidad, claro, porque ha sido la revolución tecnológica la que ha cambiado la realidad y a la fuerza también nuestra percepción de ella. Lo asombroso es que este despliegue de inteligencia dominante y cada vez más artificial traiga consigo un discurso político y social arcaico, reaccionario y brutal. La distopía ha venido a sustituir a la utopía; si esta significaba un alejamiento de la realidad en busca de una perfección irreal, aquella significa su ruptura. La política se ha convertido en una gigantesca empresa de fracturación del suelo que pisamos, del mundo tal como lo hemos vivido e imaginado hasta ahora.

Todo empezó con Trump y sus tuits: la inédita y desconcertante simbiosis de un personaje extravagante, grosero, predador y un sistema de comunicación expansivo, abierto, emocional y fragmentario. El tuitero renuncia a la historia y el tuit renuncia a la sintaxis. La memoria, que es la base del lenguaje y de la conciencia, se esfuma y la articulación del discurso desaparece. Los hechos comprobables pierden peso específico y una fantasmagoría generalizada se apodera del escenario. En esas estamos. Lo que debemos discernir es por qué este mecanismo es políticamente eficiente. Por qué un ricachón obsceno y mentiroso es percibido como una esperanza por las clases sociales  menesterosas y desahuciadas. Por qué una tropilla de ignaros machos que trae consigo el hedor de la tumba de Cuelgamuros y que imita las mañas trumpianas ha conseguido que sus ocurrencias sean el vector de la  agenda política española.

Globalización económica y revolución tecnológica constituyen un binomio que deja tras de sí legiones de depauperados, económicos y culturales. La gente no solo pierde sus empleos, sus ahorros, su vivienda, también los referentes simbólicos y los valores que le han servido en el pasado para abrirse camino. Todo alrededor se vuelve extraño y hostil. Atenazado del cuello por el banco dueño de tu hipoteca o por el patrón que gestiona tu precariedad, no puedes revolverte contra ellos, así que tu pataleo se dirige a quien puede dolerle pero no defenderse de ti: los inmigrantes, digamos. Todo indica que, por ahora y en este país, la batalla no está dirimida. La izquierda aún puede ganar las elecciones; pero debe ganar también la historia y para eso no parece tener envergadura y cuajo suficientes.