Una de las evidencias interiorizadas por el electorado es que su voluntad no modificará la economía del país ni la suya propia, es decir, que el resultado de las urnas no tiene influencia alguna en si el votante conseguirá o no un empleo, si le subirán o no el alquiler, si la pensión se mantendrá o no, si su anciana madre verá recortada las ayudas de la asistencia social, y por ahí seguido. La economía se ha emancipado de la democracia porque esta se ejerce en un corralito al que llamamos estado o nación, y aquella se despliega o se repliega en un espacio inabarcable para la imaginación y sus operadores son misteriosos o remotos, lo que viene a ser lo mismo. Algunos tópicos económicos sobrenadan en los mensajes de los partidos pero es imposible afirmar si son un argumento fiable o una milonga.  Las alusiones económicas son reclamos para movilizar la esperanza (las pensiones se ajustarán al coste de la vida) o provocar el miedo (estamos en una recesión económica). Sin embargo, esperanza y miedo funcionan en planos distintos. La primera flota como la espuma y el segundo reposa amenazador en el fondo; ambos sentimientos entrelazados crean un paradigma ciclotímico, pero ni una ni otro sirven para apresar la realidad que nos envuelve.

Lo que dicen los expertos de la actualidad económica es que se registra una ligera recesión en el comercio internacional, cosa de tres décimas, a causa de la guerra comercial iniciada entre Trump y China. La economía española, a su turno, crece más que la media de los países del entorno y crea más empleo, si bien los indicadores de crecimiento son raquíticos en comparación con los registrados antes de las crisis y el empleo es precario y mal pagado, pero no se puede tener todo. La herencia de la crisis de 2008 ha consistido en inyectarnos la convicción de que el mundo es un lugar azaroso y selvático y hay que empezar a hacerse a la idea de que habrá pobres, muchos, y ricos, pocos, sin que nadie pueda remediarlo aunque estuviéramos votando cinco días a la semana. Véase el  bréxit, donde ya no saben qué votar. Todo se desmorona, es el título de una inolvidable novelita del escritor nigeriano Chinua Achebe, que describe la irrupción de la anterior globalización que fue el colonialismo en una aldea tradicional africana. Pues bien, acabamos de descubrir que vivimos en esa aldea. También aquí, como en la novela, celebramos consejos, oímos a los ancianos, nos fiamos de los jefes, sin poder evitar que todo se desmorone. Una señal de la debacle es la aparición de orates que predican llegar al nuevo mundo a las bravas y por la vía rápida, suprimiendo las señas de identidad de la vieja sociedad (pensiones, educación y sanidad públicas, administraciones intermedias, subsidios), en resumen, quemando la aldea.