Diario de un náufrago electoral I

Al teléfono una encuestadora: ¿me permite unos minutos de su tiempo? El hipotético votante se tensa, entre complacido y cauteloso. A cierta edad gusta que te tengan en cuenta pero a la vez tiendes a creer que si te piden algo es para quedarse con ello, y el voto secreto es uno de los pocos bienes privativos que te quedan, como el dije de la abuela, fuera del alcance -por ahora y con excepciones- de la hacienda, la policía, google, los hackers rusos y demás monstruos que gestionan los miedos del bípedo implume del siglo veintiuno. Así que el encuestado está resuelto a hacer la tarea de la encuestadora lo más difícil posible. Se muestra dubitativo en algunas preguntas, directamente falso en otras, impaciente con algunas y elusivo en las más.

Al día siguiente puede ver en cualquier periódico su opinión resultante, como si la hubiera escrito él mismo, y perfectamente estándar: un cuarenta por ciento fingen estar indecisos y el sesenta por ciento ha mentido al decir que no tenía recuerdo de su último voto. El votante forma parte del fantasmagórico cardumen que se mueve nerviosamente en el fondo del caladero que en esta época de celo visitan los tiburones que habrán de gobernarnos. Las encuestas pixelan la imagen que tiene de sí mismo, reducen sus cavilaciones analógicas a un código digital binario y la proyectan en una gráfica, rudimentaria, funcional, lista para la manipulación. Después de cuarenta años de ejercer de demócrata integral, una urna tras otra, como en una carrera de obstáculos, el votante extenuado se pregunta: ¿cómo salir de esta trampa?

En la jerga electoral hay un par de términos curiosamente contradictorios. Se llama sufragio activo al que ejercen los votantes y sufragio pasivo al que ampara a quienes se presentan para ser elegidos. Literalmente, es al revés. Los que se esfuerzan, trabajan, conspiran y manipulan con gran afán y desasosiego son quienes aspiran a la poltrona mientras que quienes han de concederles esa merced permanecen en sus cubiles físicos e ideológicos a la espera de que el trance pase cuanto antes. Las elecciones son el laberinto experimental que hay en ciertos laboratorios donde investigan la psicología conductual con ratas. Estas parecen convencidas de su autonomía, identidad e intereses propios y, estimuladas por reclamos diversos y bien programados, deben encontrar la salida que permita satisfacerlos. Al término del experimento, las ratas siguen siendo lo que eran y vuelven a su lugar de salida. Hasta la rata más estúpida se cansaría de este juego después de cuatro décadas. Y sin embargo, aquí estamos, pixelados y mirándonos unos a otros a través de las paredes del laberinto, a la espera de encontrar la salida en las elecciones dizque más transcendentales que se recuerdan, como lo fueron todas.