Diario de un náufrago electoral III
Las elecciones certifican una cierta correlación de fuerzas en la sociedad y una relativa hegemonía de una opción política sobre otras en un momento dado. Ambas circunstancias son transitorias y pueden mudar, y de hecho mudan, al día siguiente de que se hayan contado los votos. Sin embargo, el resultado de las urnas permanece firme durante cuatro años como base de la legalidad (y de la arbitrariedad) que nos gobierna. Pero, ocurra lo que ocurra en este periodo, el votante ha perdido la última ficha que le quedaba para jugar en el casino y en consecuencia está fuera de juego. Las elecciones no sirven para remediar problemas personales de los electores (aunque sí de los elegidos) ni tampoco para fijar un modesto horizonte histórico compartido. Nada de lo que nos sucede depende del resultado de las urnas, y tampoco se puede hacer que suceda nada. Y menos en estos tiempos de inmediatez y urgencia en los que la maquinaria democrática inventada en el siglo dieciocho parece un armatoste de chamarilería, un entretenimiento para turistas.
Un ejemplo ilustrativo reciente: la infinita pachorra de don Rajoy, que parecía adquirida en su despacho de registrador de la propiedad o en el casino del pueblo y que simulaba tener el cotarro bajo control, fue zanjada por una inédita forma de blitzkrieg parlamentaria con la moción de censura de don Sánchez. Ahora este es el jefe y los votos acuden a él con la seguridad de la ley de la gravedad, a la vez que el partido del derrotado está fragmentado y sus herederos al borde de un ataque de nervios. En tiempos de bonanza, las elecciones avalan la estabilidad del sistema pero en tiempos de crisis, como los que vivimos, preanuncian el caos.
Por eso se entiende mal el fetichismo electoral. El malhadado bréxit es otro ejemplo obvio de la desconexión entre la voluntad popular y la realidad que la condiciona. La secuencia es simple: un puñado de demagogos se encarga de calentar a la opinión pública durante años con unas cuantas mentiras y la promesa de un futuro mejor si les hacen caso; un líder camastrón convoca un referéndum para mejorar su posición política, el pueblo se viene arríba y el convocante pierde el referéndum y la posición; su sustituta, que ha ocupado la poltrona vacía por pura ambición, se pone a la tarea de desovillar el embrollo y fracasa, una y otra vez; se habla de nuevas elecciones, de otro referéndum; más prórrogas, más expectativas, más frustraciones, y entretanto se descompone el país y de paso la cofradía de países de la que forma parte y de la que aún no sabemos si quiere abandonarla o quedarse en ella. Y todo esto ocurre en la democracia más antigua del mundo y con la clase política más acreditada y pomposa. La convocatoria a las urnas es como la invitación al pasaje de un avión para que visite la cabina del piloto y toquetee un poco los mandos para ver qué se siente. Ni la tripulación ni el pasaje saben qué hay en las tripas (software, se dice ahora) del boeing. Puede ocurrir cualquier cosa. Si sobrevives, podrás visitar otra vez la cabina dentro de cuatro años o cuando le plazca al piloto.