La democracia se ve de otro modo, digamos, menos entusiástico, si su funcionamiento exige a un ciudadano, que ya no está para gaitas, pasar dieciséis horas de su preciado y fugaz tiempo, sin descanso ni más pitanza que la pueda pillar al albur de circunstancias tan adversas, aposentado en una silla escolar ante una mesa con dos urnas. El aludido no negará que en algún momento de la guardia no añorara la tiranía, que hace prescindibles estos esfuerzos, ni que no se recreara en la idea de un terrorista suicida que entra en el colegio electoral y vuela consigo las urnas, las papeletas de votos y a los mostrencos que custodian el tinglado. Pero la democracia rehúye la épica y el guardían hubo de ocupar la cabeza en la procesión que pasaba ante su mesa. En primer término, los apoderados de los partidos que huroneaban por el recinto como quien explora un territorio de caza, cada uno con sus tarjetas colgantes del cuello y un atavío indumentario característico de la fuerza a la que representan: orondos y maduros, como el conserje de una finca, los de la derecha que ganará la elecciones en esta circunscripción; estudiantillos y oficinistas los socialistas, la segunda fuerza de la provincia; informales como quien no tiene oficio ni beneficio los podemitas, que obtendrán un escaño; como jipis pasados de época los así llamados abertzales, y, por último, los más intimidantes, hombres en la cuarentena, altos y cuadrados, ataviados de verde cazador, los de la nueva extrema derecha. El guardián cruza los dedos y confía en que ninguno de estos tipos sea un tocapelotas que le complique la tarea por cualquier nimiedad que pueda ocurrir en las próximas horas.
El colegio electoral se ubica en un barrio de clase media bienestante, levantado en los años cuarenta del pasado siglo, y los electores constituyen dos grupos bien definidos: una mayoritaria población oriunda, atrozmente avejentada, y una minoría de inmigrantes peruanos y ecuatorianos, recién afincados. Los indígenas tienen experiencia en lides electorales y saben bien a quién deben votar, así que, a pesar de la edad, realizan el trámite con rapidez y cortesía, que algunos vecinos la llevan hasta la condescendencia y se despiden del guardián con una sonrisa aviesa y un cordial que sea leve el día. La novedad de este grupo se deriva de la reciente ley que permite votar sin restricciones por razones de discapacidad y algunos son llevados a la urna como parte de la terapia, con la conciencia extraviada en los pasadizos de la desmemoria o de la demencia, lo que da un toque de verismo y ternura a una operación de por sí árida y abstracta. Mira, esto es para elegir a los que nos representan, le dice la hija a su anciano padre que le mira con la cara inmovilizada en una mueca de asombro. No tenía ni idea, alcanza a decir el elector mientras su acompañante le lleva la mano armada con el voto hacia la ranura de la urna. A su turno, los inmigrantes adoptan una actitud entusiasta ante su derecho de electores. Acuden con el deeneí recién adquirido y lo dejan sobre la mesa con gesto ufano de quien ha conseguido una medalla olímpica. ¿Va usted a votar?, pregunta el guardián, entonces necesitará una papeleta, las tiene sobre esa mesa y ahí hay una cabina que puede utilizar, etcétera. El elector pone cara de haber descubierto que el nuevo mundo recién conquistado es más ancho que lo que imaginaba; lo explora cuidadosamente y vuelve al rato con sus papeletas para cumplir el trámite.
Terminado el horario electoral sobreviene la tarea frenética de contar los votos, redactar las actas y urdir un papeleo kafkiano para diversas instancias con autoridad sobre el proceso. La operación se realiza a toda velocidad, en parte para sobrellevar la fatiga y el nerviosismo acumulado. Las miles de horas ocupadas por miles de operarios de toda clase quedan reducidas a un pequeño conjunto de guarismos que el guardián lleva debidamente sellados a las oficinas de la junta electoral en un transporte policial y son pasadas las doce de la noche cuando el viejo regresa a casa, se sirve una pieza de fruta y un yogur a modo de improbable cena y enciende el televisor. Ahí están el espástico don Ferreras en lasexta y la delicadísima, casi transparente, doña Blanco en launo pastoreando a sendas traíllas de comentaristas que peroran sobre los resultados electorales. Las elecciones se hacen para proveer de contenidos a la industria del espectáculo, piensa el viejo hasta que, espera un momento, si ha entregado los resultados de una mesa de uno de los trescientos y pico colegios que hay en la remota provincia hace menos media hora, ¿cómo es posible que la tele anuncie los resultados de todo el país contabilizados al noventa y nueve por ciento? ¿Qué relación hay entre lo que le ha tenido ocupado todo el día y lo que cuenta la tele? ¿Y si es todo mentira? Luego se va a la cama. Mañana será otro día.