Cuando el pasado veintiséis de mayo este escribidor salió del colegio electoral le embargó el mismo sentimiento de liberación y desahogo que había experimentado hace casi medio siglo al dejar el cuartel con la cartilla blanca, que acreditaba el cumplimiento de su servicio militar, en el bolsillo. En un régimen de mili obligatoria nunca dejas de ser soldado, si bien en la reserva, hasta llegado a una edad provecta que te hace objetivamente inútil para el servicio de armas (subjetivamente siempre lo fui). En la democracia ocurre lo mismo. Hay una edad en la que te despegas de tu derecho como votante y abdicas encantado de tu condición de ciudadano, convertida en una carga demasiado enfática, de la que has perdido su significado. Las próximas elecciones serán, con suerte, dentro de cuatro años y muy mal tienen que ir las cosas para que a la edad que tendré entonces, también con suerte, me sienta concernido por lo que se juega en las urnas.
Vivimos un momento paradójico, para decirlo suavemente. La propaganda oficial y la opinión dominante excitan la participación electoral como respuesta a una difusa amenaza de la tiranía, a la que cada uno pone el nombre que más le place, pero al mismo tiempo ninguno de los verdaderos desafíos de la sociedad se resolverán por los resultados de las urnas. El abismo del cambio climático, una Europa más democrática, una economía que no esté en manos de oligarquías financieras, el estrechamiento de la brecha social, por citar los más notorios, son desafíos que permanecen intactos y que ni siquiera han estado en la agenda de estas interminables semanas de campaña electoral que nos han permitido vernos como un hormiguero agitado por la trepidación de un bulldozer, que, por los demás, nadie identifica y al que nadie detendrá si su trayectoria le lleva a pasarnos por encima. Los partidos del malestar –voxianos, podemitas, sobernistas- han visto frenadas sus expectativas y el sistema ha recuperado el centro de gravedad, lo que sería consolador si consiguiéramos olvidar que es en ese centro absorbente donde se ha gestado el malestar que se finge combatir. Ahora, los elegidos en las urnas están ocupados en el inconfesable arte de repartirse el botín y encontrar encaje a sus intereses privativos en el tinglado institucional, un espectáculo obsceno del que apartamos pudorosamente la mirada y que sea lo que dios quiera.
Nuestra generación inauguró la democracia que ahora tenemos, pero no la trajo. La democracia vino por incomparecencia de cualquier otro régimen posible en aquel momento. Es cierto que una pequeña minoría de la población se batió el cuero contra la dictadura con heroísmo que debe reconocerse y que, cuando llegó el fin biológico del tirano, quién más, quién menos, todos tuvimos la oportunidad de que los grises nos tundieran las costillas en alguna manifestación callejera. Pero no fueron estas escaramuzas, en ocasiones trágicas, las que nos llevaron a la democracia. El pueblo soberano se entregó al nuevo régimen otorgado con conformidad y sentido de la oportunidad pero la aparente ligereza de la transición ocultó un esguince en la musculatura civil cuya dolorosa existencia se hace sentir cada vez que estamos ante una urna. El sistema es irreformable y tu gesto como votante no es más que la entrega de tu voluntad, como quien deposita un óbolo en el cepillo de la parroquia o arroja una ficha en el tapete de la ruleta, y los viejos no estamos para dispendios ni para juegos de azar.