Se abre paso la evidencia de que don Sánchez no aspira a una investidura en un parlamento plural y contradictorio sino más exactamente a una entronización, o mejor aún, a una elevación en el pavés que los jefecillos de las tribus menores deberán sostener sobre sus hombros, de acuerdo con la tradición de los francos, fundadores de las monarquías europeas a la caída del imperio romano, como sabe cualquier aficionado a los tebeos por las páginas de Astérix. Es la restauración. Don Ábalos, el edecán del jefe, ha avanzado la amenaza: o votan a favor, o se abstienen sin condiciones o habrá nueva guerra, que es como las tribus bárbaras llamamos a las elecciones.

La constitución española se redactó y promulgó bajo el síndrome de una dictadura entendida, no como una desgracia histórica sino como un largo periodo de paz y bienestar que había que preservar, e instintivamente, los constituyentes urdieron el armazón institucional para garantizar este objetivo. Libertad sin ira, era la consigna de la época. Tres rasgos estampados en la constitución dan testimonio de este empeño: uno, la estructura piramidal y jerárquica, y en último extremo autoritaria, de los partidos políticos; dos, la ley electoral diseñada para favorecer la victoria indisputada de uno de ellos, y tres, el poder casi omnímodo del ejecutivo y singularmente de su presidente, blindado ante las mociones de censura (la que echó de la poltrona a don Rajoy fue una improbable e irrepetible chiripa) y dueño de la llave para la convocatoria de elecciones.  Los constituyentes no pudieron prever que un día habría una generación carente de la memoria de la dictadura y del miedo existencial que había introyectado en quienes votamos la constitución, ni pudo imaginar que la entonces poderosa unioneuropea entraría en la crisis que atraviesa ahora; ni que estuviéramos inmersos en una crisis medioambiental sin precedentes, ni que la descuidada conservación del huevo de la serpiente en el mausoleo de Cuelgamuros iba a verse favorecida por una nueva eclosión del fascismo. Pero, sobre todo, los constituyentes, atribulados entonces por los llamados poderes fácticos como ahora lo están por los mercados, no quisieron pensar que el natural incremento de la cultura democrática llevaría a cuestionar su obra por la aspiración de una democracia más participativa, más igualitaria, más garantista, más plural.

En esas estamos cuando ni los partidos tradicionales ni los emergentes han sabido hacer los deberes. En una sociedad infinitamente más abierta y culta que la de hace cuarenta años, con más agentes en la plaza pública y con expectativas más variadas y plurales, los partidos han hecho una campaña electoral ruda y simplista, a la brava, pródiga en provocaciones y vetos, con ocurrencias disparatadas en vez de discursos argumentados, sin alusión ninguna a programas y proyectos, sin definir ni por asomo qué sociedad queremos ni cómo alcanzarla. El espectáculo delata a demasiados actores interpretando una obra que no entienden, en un escenario que no conocen. Pero este caos no justifica que el actor principal amague con echar el telón y empezar de nuevo la función. Ya basta de confundir despotismo y democracia.