Las presentación de un libro en esta era digital es lo más parecido a una tenida masónica: un grupito de adeptos reunido alrededor del misterio de la naturaleza y de su secreta arquitectura, que esperamos que nos sea descifrada por el autor. Este tarde nos ha reunido la inmortalidad. En los últimos años, la creatividad de Javier Mina, que sus amigos conocemos desde nuestra remota juventud, ha derivado en la escritura de ensayos de varia lección, dominados por una ambición ciclópea. A partir de una idea de márgenes difusos, Mina explora los zigzagueantes, interminables y contradictorios caminos que el tópico elegido ha adoptado en la literatura y en la historia. De esta guisa ha explorado en los últimos cinco años los mundos de Montaigne, los paseos literarios y los literatos paseantes, la literatura de y para la guerra, y, su último viaje, que presentamos esta tarde, En busca de la inmortalidad (todos editados por Berenice). Son libros musculados, para lectores con el espíritu deportivo de un alpinista, afición que también cultiva Mina cuando no escribe, pinta o colecciona cachivaches. Sus libros son guías de viaje por la literatura universal o, si se prefiere, por lo que hay documentado y disponible de la experiencia humana. El lector no se aburrirá, si acepta el reto y es capaz de sostener la marcha.

La inmortalidad, quién lo duda, es un anhelo universal desde que la pequeña Lucy se alzó sobre sus patas traseras para otear el horizonte abierto tras las altas hierbas del valle del Rift. El gesto la apartó del barro que era su humus nutricio y le descubrió la fatalidad de la muerte y su correlato, el anhelo de  inmortalidad. Pero, como advierte Mina en la introducción, no todas las inmortalidades son iguales. Puede decirse que cada individuo, cada grupo humano, cada época y cada estadio tecnológico han tenido su propia y privativa inmortalidad y a explorar este mosaico está dedicado el libro. No es un manual de autoayuda así que es posible que el lector se sienta desalentado y entonces es cuando el autor le recuerda consoladoramente que en materia de inmortalidad no se puede dar nada por sentado.

En el coloquio que siguió a la presentación, las opiniones del público, formado por amigos y amigas, de los que se puede decir sin faltarles al respeto que estamos más cerca de la edad tardía que de la dorada juventud y para los cuales la inmortalidad es más una necesidad perentoria que una ensoñación literaria, vinieron a coincidir en la incompatibilidad absoluta de la inmortalidad con la ineludible experiencia del declive físico. Mina, que se mostró escéptico sobre la inmortalidad que tan tenazmente ha explorado, tuvo unas palabras de consuelo para los perplejos: dentro de quinientos millones de años la tierra, el mundo que conocemos y somos, habrá desaparecido por completo. Así que podemos aventurar una larga vida al libro, cercana a la eternidad, si no en su forma material de quinientas y pico páginas en rústica, sí para el manojo de preguntas sin respuesta que contiene.