Crónicas de agosto, 1

El vecino ordena con el mando a distancia la procesión de canales televisivos que discurre ante sus ojos entrecerrados en la tarde agosto. Uno de estos canales emite Silvio, la película de Paolo Sorrentino sobre el ex primer ministro italiano Berlusconi, y reactiva la curiosidad del espectador, que no vio la película cuando a su estrenó en cines. Sorrentino no está entre los cineastas preferidos de este vecino, que encuentra en sus obras ecos y reflejos del gran Federico Fellini, sin la agilidad narrativa, el misterio y la compasión del maestro. La imaginación visual de Fellini ha devenido aquí en escenografía suntuosa, fúnebre, deslumbrante en ocasiones, y poblada de personajes hieráticos y coreografías repetitivas. Las películas de Sorrentino no desentrañan la historia reciente de Italia, como parece pretender, sino que levantan sobre ella un mausoleo. Triste, caricaturesco, pero mausoleo al fin.

Las objeciones estéticas no impidieron sin embargo que el espectador saliera de su sopor. La película no consigue arrancar al personaje del aura de irrealidad que le envolvió mientras estuvo al frente del destino de su país y como uno de los dirigentes europeos más influyentes en razón del peso de Italia en la unioneuropea. Berlusconi es un trepador que llega a la política después del derrumbe del sistema tradicional de partidos instituido al término de la segunda guerra mundial. Un final de época traumático: corrupción, conexiones del gobierno con la mafia al más alto nivel, asesinato de los jueces antimafia Borsellino y Falcone, aparición del movimiento manos limpias, reorganización de la izquierda que agrupa bajo una sigla los restos del naufragio…  y en medio de este volcánico albañal surge un tipo, antiguo cantante de cruceros, promotor inmobiliario, propietario de algunas televisiones locales y un tiburón de los negocios al frente de un partido creado por él mismo cuyo nombre era el lema que berrean los tifosi de cualquier equipo de fútbol: Forza Italia. La película no aclara cómo era el contexto político que permitió a este personaje ser presidente del consejo de ministros durante nueve años en tres periodos distintos entre 1994 y 2011.

Berlusconi nunca ocultó que estaba en política para engrosar sus negocios y que hacía negocios para ganar más poder político en una simbiosis irresistible. El lujo, la omnipotencia del dinero y el escaparate de muchachas oferentes a los apetitos de los poderosos, todo bajo el palio de las instituciones del estado, ofrecían un cuadro a la vez asombroso e intimidante. Si le votan es porque quieren ser como él, era la explicación más frecuente en la época. A mediados de los años noventa se produjo un fenómeno que trae causa hasta nuestros días: la eclosión del despegue económico fue correlativa al desplome de la cultura política operante hasta entonces, lo que dejó a la sociedad en una suerte de orfandad. Entonces, Berlusconi hizo un descubrimiento sensacional. El tipo de la calle, despojado de los referentes que daban sentido a su pertenencia a la sociedad -el partido, el sindicato, la religión, el patriotismo, la historia compartida- no tenía más que un asidero. La tele, que moldeaba sus sentimientos, sus creencias y sus pulsiones más íntimas. La condición del individuo post moderno era la de televidente y convirtió la política en un espectáculo televisivo, soportado por dos pilares que todo el mundo entiende y anhela: dinero y sexo. El primero se distribuía en concursos y loterías y el sexo estaba presente en el interminable desfile de velinas en la pantalla.

La fórmula tuvo éxito. La corrupción sistémica de los aznáridas, los famosos volquetes de putas y el suicidio de don Blesa fueron las réplicas del terremoto berlusconiano en tierra española.  Pero Berlusconi aún hizo algo más. Imprimió al gobierno un estilo bufo, banal, de espectáculo televisivo, además de sectario, que ha dejado huella en Italia y en gobernantes como Trump  (hoy mismo viene la noticia del suicidio de un proveedor de chicas del presidente) o, entre nosotros, doña Aguirre y su muy mediocre sucesora, doña Ayuso. No es previsible que el berlusconismo regrese tal como lo conocimos, pero quién sabe a la vista de las preocupaciones de nuestros políticos, singularmente los de izquierda, durante este verano.