La historia se retuerce como una serpiente en su madriguera. Un judío que hoy sería un rapero o un friqui deserta de la religión de sus ancestros y predica a quien quiera oírle una nueva doctrina, lo que acarrea algunos disturbios menores de orden público y le lleva a ser ajusticiado por el poder romano en Palestina, hace dos mil años. La facción del condenado gana adeptos y se convierte por fin en la organización más grande e influyente del mundo occidental, pero necesita para su cumplimiento y plenitud acabar con las huellas del pasado, así que siguieron veinte siglos de extrañamiento, persecución y encierro de los adeptos de la vieja religión en la que nació y se crió el crucificado hasta que, a mediados del siglo XX, en la era iluminada por la Razón, alguien decidió que había llegado la hora de la solución final: el exterminio del pueblo judío, su desaparición de la faz de la tierra.
Lo que ocurrió después es sabido, aunque no puede decirse que también comprendido en todas sus consecuencias. Los titubeos y la debilidad de Europa para constituirse como una entidad política en el mundo globalizado encuentra sus raíces en este irreparable crimen compartido en mayor o menor medida por todas las naciones del continente, entre cuyos pilares fundacionales se encuentra destacadamente el antisemitismo, desde los Reyes Católicos. Dicho de otro modo, aceptar la europeidad significa renunciar en buena medida a la nación privativa, trasladar la lealtad a una autoridad ajena y convertirnos de alguna manera en apátridas, que fue el delito del que acusaron a los judíos para llevarlos a las cámaras de gas.
Hoy se celebra el Día del Holocausto, que recuerda la jornada en que la avanzadilla del ejército soviético llegó a Auschwitz y el mundo descubrió el horror que encerraba tras las alambradas. Los actos conmemorativos han tardado décadas en formalizarse del modo como se celebran ahora y tienen un carácter crepuscular, dubitativo. Por más énfasis que quieran otorgarle los gobiernos y los medios en sus noticiarios, están protagonizados por pequeñas procesiones de ancianos supervivientes, representantes gubernamentales taciturnos, reyes y reinas pavoneándose, y oenegés dedicadas a la difusión de la memoria histórica. El Holocausto está siendo digerido por la conciencia occidental de la manera más irresponsable e indolora posible, como una leyenda, a través de novelas, películas y turismo, y quizá solo de las actividades pedagógicas llevadas a cabo por supervivientes que cuentan sus experiencias a los escolares en los colegios pueda esperarse algo parecido a la constitución de una conciencia moral operativa.
Después de que Auschwitz fuera liberado, la serpiente volvió a retorcerse. La terrorífica experiencia impulsó entre los judíos la convicción de que no estarían seguros más que en un estado propio y las condiciones de la postguerra favorecieron la materialización del proyecto sionista en el estado de Israel, lo que significa que cayeron sobre las espaldas de los palestinos los efectos últimos de la destrucción de los judíos europeos, para decirlo con el apropiado término del historiador Raul Hilberg. A su vez, la Europa Judenfrei ha quedado presa de su antisemitismo al exportarlo fuera de sus fronteras. Las sociedades europeas no se atreven a disentir de las políticas de Israel para con los palestinos –crueles, arbitrarias e ilegítimas, que tanto recuerdan al colonialismo del pasado– sin que aparezca la culpa de Auschwitz, a menudo como chantaje moral pero en todo caso un crimen que aún nos tendrá maniatados a los europeos, no solo a los alemanes, durante mucho tiempo.