Crónicas de la peste XXXIII
Domingo de resurrección. Antaño, día de trajecito primaveral para ir al parque, montar en el tiovivo y degustar el primer helado de cucurucho del año bajo un revuelo de campanas. Lo único que queda de aquello son las campanas, si bien este año se oyen más quedas y breves, tañidas en un registro alicaído y cenizo. Ni el campanero febril de san Miguel, al otro lado de la calle, parece estar en forma. En la tele hemos oído que los repiques del día han estado dedicados a las víctimas de la peste, vivas y difuntas; es decir, a los que aún no necesitan resucitar y a los que no resucitarán aun necesitándolo. El silencio de dios es una expresión pomposa que oímos por primera vez en nuestra remota adolescencia, y evocaba un rito de paso desafiante porque indicaba que en el futuro habríamos de buscar la fe con un candil. La prodigalidad de la divina providencia se había agotado y había que ganarse el cielo con esfuerzo; se acabó lo de montar en el tiovivo y tomar helado gratis. Eran los años sesenta: ya saben, pelis de Ingmar Bergman y bikinis en las playas.
Estos días, el silencio de dios es absoluto. Quizá el rasgo más sorprendente de estas semanas de imperio de la peste es que los obispos no han abierto el pico ni para dar el pésame. La tele emite la misa papal de pascua en el obsceno esplendor de la basílica de san Pedro deshabitada de fieles en cumplimiento de la orden de confinamiento decretada por el estado. Un ateo convicto y confeso firma un artículo en el diario de referencia en el que subraya que las prédicas del papa porteño significan la aceptación de los criterios de la ciencia y sugiere que la clerecía se ha vuelto sensata. Habrán aprendido de la historia. En el primer tercio del siglo XIX, el pueblo español se disponía a emprender la primera de las guerras civiles que han señalizado el tránsito del país a la modernidad cuando estalló una epidemia de cólera, que, claro está, afectó sobre todo a las clases bajas. Los curas atizaron la opinión asegurando que la epidemia se debía a un castigo divino por la falta de fe de la plebe; esta experimentaba que la enfermedad procedía del consumo de agua, ergo los curas la envenenaban, y así empezó una escabechina de clérigos marcaespaña: primero un franciscano que pasaba por ahí, luego un puñado de jesuitas en su colegio y de seguido un montón de frailes de todas las órdenes y conventos que se encontraban a mano.
Debemos congratularnos de que hayamos aprendido algo en estos últimos doscientos años. Pero en una colectividad tan propensa a la iluminación es inevitable que aparezca friquis que, en el nombre de dios, se saltan las normas de la república. También marcaespaña. Y ahí está el obispo de Granada, un cantamañanas con antecedentes, dirigiendo la liturgia del día para unas decenas de lunáticos a los que tiene que mandar a casa la guardia civil. Nada le cuesta más a la iglesia que guardar silencio, aunque no tenga nada que decir, como le ocurre a dios.