En Roma, la peli de 1972 en la que Federico Fellini homenajeó a esta ciudad, hay una secuencia maravillosa en la que la máquina tuneladora que horada el subsuelo abriendo nuevas líneas del metro irrumpe en una cámara estanca cuyos muros están ornamentados con mosaicos de la época romana, intactos y radiantes a la luz de las lámparas que portan los operarios fascinados por el descubrimiento… que se desvanece ante sus ojos. Por unos instantes, las imágenes y los intrusos se miran con sorpresa y asombro para de inmediato recluirse cada grupo en su ámbito natural: las imágenes, en la oscuridad y el silencio del pasado y los operarios, en sus rutinas laborales.

Un capricho de la memoria ha traído esta secuencia felliniana a la cabeza del visitante de la última exposición gráfica de Javier Mina, titulada Fusión, en una sala de la Ciudadela de esta ciudad. La muestra iba a ser inaugurada el día en que el gobierno decretó el estado de alarma y el Vesubio arrojó sobre nuestras cabezas las cenizas ardientes del covid19 y nos llevó a la eternidad de un confinamiento forzado. Entretanto, la obra de Mina esperó en la oscuridad el momento de ser reconocida. Claro está que los mosaicos romanos y las imágenes que el espectador contempla ahora no tienen ningún parecido. Para decir lo más obvio, aquellos son expresivos y figurativos y estas, conceptuales y abstractas. Pero causan, o le parece a este espectador que causan, un efecto análogo de sorpresa y curiosidad antes de que su sentido se desvanezca y nos preguntemos qué significan esas viñetas geométricas que cuelgan de la pared, como los operarios del metro se preguntaban qué representan las escenas familiares del patriciado romano en las que habían irrumpido con sus máquinas. En ambos casos se da una situación similar: una actividad íntima expuesta a la mirada necesariamente distraída de un público inesperado, y nada haya más inesperado que el público de una exposición de arte.

El instinto plástico de Javier Mina extrae significación de los objetos que nos rodean y que para la mirada habitual están fundidos en el paisaje y resultan indistinguibles. Mina los rescata de la inercia a la que han sido condenados por nacimiento y les otorga una vivaz autonomía artística, una especie de aleteo, que por lo demás solo se refiere a sí mismo. En esta ocasión, la materia de las fotografías expuestas son fragmentos de detalle de muros, puertas, vallas y persianas que componen el rostro poliédrico de la ciudad y que el autor ha reunido en trípticos compuestos en base a alguna sutil afinidad. Cada cuadro es un acorde de tres notas armonizadas por las tonalidades de color, las líneas de fuga o de ruptura de las imágenes que componen el tríptico, alguna levísima anécdota e incluso, si el espectador se fija bien, por la textura de los objetos representados. El autor se ha exigido respetar el encuadre y la luz de las fotografías tal como son captadas automáticamente por una cámara compacta para organizar luego la combinatoria del material en el ordenador. Puede decirse, por tanto, que la obra muestra el proceso creativo, directo, intuitivo, sin intermediación alguna y sin referencias exteriores. El riesgo radica en que las imágenes se desvanezcan no por un efecto ambiental, como en la película de Fellini, sino por la impaciencia del espectador. Así que, quédense a solas con ellas durante unos minutos. Ahora, nada es más fácil que estar solo en una exposición de arte.