Los servicios de protocolo han acordado un escenario apabullante, empalagoso, y el encuentro de don Sánchez y doña Ayuso se ha expuesto en un marco de cumbre internacional. Podemos imaginar los ladridos que se hubieran oído si la profusa bandera que acompañaba con igual rango a la rojigualda hubiera sido la ikurriña o la senyera y no la novedosa y para la mayor parte de los peninsulares desconocida estrellada madrileña. Así, pues, Madrid adquiere rango distintivo en la nación de naciones, con un atributo singular, que ninguna otra comunidad posee: representa a España, o mejor, contiene a España. Ser español es ser madrileño. Entre los españoles que no quieren serlo, los que no se reconocen como tales y los que lo son en grado superlativo, la talla media de españolidad está quedando para los gilipollas. La explosiva mezcla de pandemia y competencias autonómicas en sanidad ha hecho visible el mosaico patrio, y ha puesto a las teselas a competir en un juego siniestro en el que puntúan, negativamente, contagios y muertos, una carrera en la que Madrid va a la cabeza porque tiene al frente a una necia de campeonato. Diríase que esta siniestra olimpiada podría atajarse con competencia técnica, colaboración política, más recursos económicos y disciplina cívica, toda vez que el procedimiento ya está diseñado y es universal, pero para qué meterse en jardines si se puede organizar un buen festival de banderas que lo cubra todo.

Todo no. Bajo el abusivo drapeado se desarrolla una batalla política entre la reina chiflada y el césar mayestático. De hecho, la pantomima de ayer encubría la rendición de Madrid en una versión hortera de la Rendición de Breda. Las picas en alto, los modales muy finos, pero rendición al fin. Doña Ayuso reconoce que no puede con la misión que tiene encomendada y entrega a don Sánchez las llaves del marrón que le ha caído encima. Hay dos clases de federalismo, ese sueño imposible de los ilustrados españoles. El federalismo republicano supone entidades políticas distintas con alto grado de autonomía pero también de convicción de un destino compartido, igualdad ante la ley y lealtad recíproca. Pero aquí somos más del modelo monárquico, que nos viene de cuando Carlos V era la cabeza del sacro imperio romano germánico: una autoridad única y superior que negocia y pacta con entidades subalternas, regionales o tribales, resueltas a sacudirse el yugo a la menor oportunidad, y a las que el césar somete cuando considera necesario. La institución de los foederati que formuló el edicto de Caracalla para establecer el estatus de los bárbanos que poblaban los márgenes del imperio romano ha derivado en lo que conocemos como geometría variable. Don Sánchez comprendió bastante pronto que lo más práctico era oficiar de caesar imperator de este micro imperio peninsular y ensimismado, y sentar a su mesa a los adversarios: lo entendió por fin y lo puso en práctica con los podemitas, lo ha conseguido con los vascos, está a punto de alcanzar el objetivo con los indepes catalanes, tiene llamando a la puerta a los naranjitos y acaba de rendir las armas del pepé aceptando las llaves del levantisco Madrid. Ahora solo falta que doblegue la pandemia, reforme el aparato productivo del país, afloje la argolla del déficit y la deuda, evite el hundimiento de más bancos, restaure la igualdad en sanidad y educación, cree empleo y prosperidad y seamos felices y comamos perdices pero antes de eso aún asistiremos a algún otro episodio de flameantes banderas.

También puede desplomarse el imperio; ha ocurrido otras veces.