Hubo un tiempo en que esta remota provincia subpirenaica fue un paraíso fiscal. El censo estaba trufado de aristócratas y terratenientes empadronados en un lugar que no conocían y al que les unía, como mucho, la propiedad de una remota casa solariega (ahora se llama rural) en ruinas, unos campos de cereal o una cochambrosa finca urbana con pisos en alquiler que administraba un mandado local. La razón de esta querencia patriótica por un territorio que tenía más ínfulas que otra cosa era que aquí no pagaban impuestos. Para los forofos de la curva de Laffer hay que decir que esta acumulación de riqueza privada en un territorio estéril no servía para su desarrollo económico. La baja rentabilidad de las explotaciones tradicionales y la consecuente emigración convivieron con el bienestar fiscal de los más ricos. El despegue económico, tal como lo hemos conocido y cuyos efectos aún están operativos, se produjo en los años sesenta del pasado siglo, cuando un paisano, un tal Félix Huarte, gran empresario de la economía franquista, impulsó la instalación de un cierto número de industrias mecánicas, químicas y alimentarias, que en principio habrían de servir de apoyo  a su conglomerado empresarial básicamente dedicado a la construcción y a la obra pública. No era la intención de la oligarquía reinante pero esas nuevas industrias cambiaron la economía y la sociedad de la provincia y empujaron hacia la democracia.

La lección es clara: los paraísos fiscales son para conservar a buen recaudo una riqueza inerte y para una acumulación de capital abusiva, no para crear riqueza. La economía abierta de la globalización ha traído un efecto similar al de las economías cerradas de cuando los estados autoritarios: ingentes riquezas en pocas manos e inertes. Antaño eran propiedades raíces y ahora es dinero en metálico y productos financieros convertibles. El azar ha querido que este país tenga un ejemplo en dibujos animados que ilustra la analogía entre dos épocas y dos regímenes económicos diríase que contrapuestos. El rey emérito correteando de un paraíso fiscal a otro para guardar la pasta acumulada dios sabe cómo en previsión de tiempos adversos, como una ardilla que entierra aquí y allá los frutos del otoño que ha rapiñado a la espera del invierno.

Los paraísos fiscales son por definición un obstáculo al crecimiento económico porque desincentivan la laboriosidad creativa, bloquean la competitividad y producen desigualdades sociales y territoriales artificiales. Madrid es un paraíso fiscal cuyo fundamento no es económico sino político, debido a, 1) su condición de capital administrativa y política del estado; 2) un bajo gasto social decretado por sus autoridades y 3) una liviana fiscalidad  para las rentas del capital. Estos factores combinados crean un poderoso aspirador del oxígeno económico del resto del país. Doña Ayuso, que lo sabe, ha recurrido a una hipóstasis: Madrid es España.  No le falta un punto de razón: el vasto territorio castellano que rodea la capital es una tierra vacía y más allá de esta linde, los catalanes están encantados de que no se les reconozca como españoles, para no mencionar otras peculiaridades regionales y periféricas. Esta españolidad extrema de la capital le va a llevar al destino, tan español, de ser una plaza asediada por la antiespaña.