Uno de los pasajes más recurridos de la literatura moderna se encuentra en las páginas de La Cartuja de Parma donde Stendhal relata la presencia de su protagonista, Fabrizio del Dongo, en la batalla de Waterloo. El vehemente joven quiere participar en la epopeya de una Europa unida y presidida por los valores de la Ilustración bajo el cetro de Napoleón Bonaparte, resurgido tras su confinamiento en Elba. A partir de esta premisa, todo lo que le ocurre a Fabrizio en el campo de batalla es una caótica sucesión de accidentes: entra en combate con el uniforme obtenido de un húsar muerto, ve junto al camino el horrible cadáver en descomposición de un soldado, siente la explosión de un obús que levanta la tierra cerca de su posición, le confiscan el caballo para uso de un oficial de mayor rango, pregunta a un veterano si lo que ocurre a su alrededor es una verdadera batalla y no reconoce a Napoleón cuando pasa a su lado, hechos acaecidos vertiginosamente que le impiden comprender la naturaleza del acontecimiento en el que está inmerso y que, de alguna manera también desconocida para Fabrizio, cambiará la faz de su mundo.
Nuestra percepción de la guerra de Ucrania no es mejor que la de Fabrizio en Waterloo. Participamos en ella de manera vicaria, protegidos al otro lado de la pantalla del televisor, y vemos edificios destruidos bajo los obuses, cadáveres en la cuneta, barricadas y guerreros muy pertrechados, y vagamente intentamos hallar la razón de este espectáculo, que nos estremece con la visión de un niño ensangrentado porque han bombardeado una maternidad o de cadáveres de civiles arrojados a una fosa común porque no hay otro modo más digno de darles sepultura. Imágenes que provocan una conmoción insoportable pero, al mismo tiempo, un sentimiento de lejanía y extrañeza, Hay en la guerra de Ucrania algo arcaico, de historia ya contada -como ya ocurriera en las guerras de Yugoslavia en los noventa- y no solo por las imágenes (tanques, trenes blindados, ciudades destruidas, columnas de refugiados, aviones que traen el terror en las alas) sino también por la jerga puesta en uso por los contendientes para explicar el conflicto (nazis, genocidio, crímenes contra la humanidad). Todo lo cual parecía erradicado de Europa hace decenios. Pero es como si, bajo la costra helada de la guerra fría que garantizó una paz intimidatoria, hubiera permanecido latente la discordia de países y territorios donde habitan lenguas, culturas y religiones distintas y a menudo enfrentadas, que esperaban el momento de ajustar cuentas entre ellas en nombre del viejo nacionalismo excluyente.
La paz que se extendió como un manto sobre Europa después de 1945 no fue debida a una elemental compasión humana ni a la repulsa racional de los devastadores efectos de la guerra pasada sino implantada por la amenaza de un choque definitivo y universal entre los dos imperios vencedores, armados hasta los dientes. La alucinante fórmula que garantizó esta paz del miedo se llamó destrucción mutua asegurada (mad, loco, en su acrónimo inglés), que creímos amortizada en los años noventa y que, en todo caso, ya no forma parte de la memoria viva de las generaciones más jóvenes. Sin embargo, está ahí y, al menos como hipótesis, operativa. Los dos bandos han amenazado con activarla. Pero, ¿qué hacer para defendernos de esta amenaza?
Los países europeos, sorprendidos primero, y admirados y conmocionados después por la agónica resistencia ucraniana, han tomado partido por el agredido, pero de un modo característico. La efusión de solidaridad gestual y mediática con Ucrania -como si los ucranianos debieran cargar también con el peso de nuestro horror y nuestra compasión- no se corresponde con la ayuda congruente a un país atacado militarmente por una fuerza muy superior. Las sanciones económicas tienen un efecto improbable y, en el mejor de los casos, indirecto, a la vez que obligan a un acopio de recursos (energéticos y financieros, en este caso) en propia casa. Es un gesto repentizado, circunstancial y de dudosa eficacia, como el de esa gente que enfrentó la pandemia de la covid llenando su cuarto trastero de papel higiénico y ahora enfrenta la guerra de Ucrania acopiando garrafas de aceite de girasol. Podemos preguntarnos como Fabrizio, ¿qué batalla es esta?