Qui n’a pas l’esprit de son âge, / de son âge a tout le malheur. (Voltaire, carta a Madame du Châtelet)

Un maníaco sexual en el puente de mando de un partido político feminista es como un espía ruso en el estado mayor de la otan. Ambos tienen en común una vida secreta, muy activa e inconfesable, que cuando es descubierta les despoja de cualquiera otra identidad pública por la que fueran reconocidos, no importa si el sujeto es un teórico y líder político o un acreditado físico nuclear. El efecto de sus actos y/o en su caso delitos, además del daño concreto que hayan hecho a sus víctimas directas, es devastador para la organización que les servía de cobertura, la cual debe revisar con urgencia su relato externo y sus mecanismos internos.

La primera reacción instintiva e inevitable en el grupo es buscar culpables. Los y las miembros del entorno del personaje señalado -en este caso, confeso, aunque sea en un lenguaje entre críptico y autoindulgente– se miran entre sí con perplejidad e ira: quién lo sabía, por qué no se actuó, etcétera. Cualquiera que haya pertenecido en cualquier rango a una organización vertical comprende que no todo lo que sabe o cree saber puede trascender y menos aún ser eficiente en términos que no son los de la propia organización. Los trapos sucios se lavan en casa. La denuncia al superior es siempre muy improbable, por afecto, por interés, por disciplina, por incredulidad, por indiferencia, por pereza, por miedo. El silencio es el privilegio de los de abajo para garantizarse la supervivencia. En un primer momento, la única persona sancionada es la que fuera ayudante del maníaco confeso, que ha sido expulsada del partido y ha protestado, no sin razón, de que la hayan convertido en un chivo expiatorio porque si intentó frenar la difusión en redes de las andanzas de su jefe lo hizo por lealtad a la causa y al mando ¿y qué es más apreciado en un partido, en una empresa o en una iglesia que la lealtad? Sin embargo, el partido no podía no expulsarla. Simplemente, la organización tiene que hacer algo ejemplar, como un exorcismo, antes incluso de comprender lo que ha ocurrido y los niveles de responsabilidad de cada persona o estamento.

En la carta en que anuncia su retirada de la cosa pública,  el confeso distingue en sí la persona y el personaje, que están en pugna, siendo ambos el mismo ser. Los políticos constituyen el único gremio profesional en que la distinción entre el doctor Jekyll y Míster Hyde, que anida en todo el género humano, está activa 24/7. El político no puede quitarse la máscara jamás y su entorno privado debe ser seguro, estable y anodino. Las aventuras están vedadas para ellos más que para ningún otro en esta sociedad atravesada por innumerables canales de comunicación y casi transparente, en que la distinción típicamente burguesa entre lo público y lo privado, bajo la que escribió el cuento original R.L. Stevenson, está prácticamente abolida. Que el maníaco no pudiera o no quisiera parar en su empeño, aún sabiéndolo, da una idea de la pulsión irresistible que le poseía. El joven político de apariencia aniñada, cuerpo menudo, cabeza robusta, prosa cultivada, mimado por los medios de comunicación, se despojaba al atardecer del personaje que le envolvía para dejar desnuda a la persona, otra máscara al fin, pero ésta más pegada a la piel, más difícil de arrancar si no quería quedar en carne viva.

De los testimonios que se vienen conociendo de las víctimas se infiere que el móvil era la voluntad de dominio sobre las mujeres a las que Jekyll conducía al encuentro, inesperado, con Hyde. En el preámbulo, el ligoteo seguía pautas convencionales y previsibles, pero pronto, en cuanto la víctima estaba en el terreno del maníaco, este le imponía unas normas de conducta inapelables y surgidas de su imaginación, despojadas de cualquier empatía, sorprendentes, humillantes y ofensivas, tanto más porque la víctima engañada creía estar en terreno amigo con el joven apóstol de la igualdad y del cuidado. ¿Quién podía imaginar que este muchacho iba a comportarse como Harvey Weinstein? Nadie, sin duda.

La nueva versión de la historia, al parecer eterna, de Jekyll y Hyde tiene lugar en la época del feminismo y  de las redes sociales. Sin estas dos circunstancias no hubiera tenido el mismo desarrollo y desenlace. El feminismo ha otorgado fuerza a las víctimas para denunciar los desmanes y ha dado ocasión a los hombres (incluido el concernido) para reconocerlos; las redes sociales han activado la denuncia y han creado la opinión para reprobar lo que se denuncia. Hay esperanza.