Cinco incendios simultáneos avivados por un vendaval de todos los demonios, una extensión de doce mil hectáreas arrasadas, diez muertos al menos, doscientos mil vecinos evacuados y cuatrocientos mil hogares sin electricidad, con un coste económico estimado en cincuenta mil millones de dólares, es la catástrofe que se ha abatido sobre la zona más glamurosa del planeta, donde se crean los monstruos que nos entretienen cuando estamos con un cucurucho de palomitas en el regazo, y se ha llevado por delante las residencias de numerosas estrellas del cinematógrafo, que combaten exitosamente contra esos monstruos pero que no han podido hacer nada para salvar sus maseratis en el garaje y las pinturas de firma en la paredes.

La respuesta de las autoridades ha sido insuficiente por falta de recursos humanos y carencia de agua disponible ya que los medios aéreos no han podido operar en esta circunstancia de viento y humaredas que impedían la visión. Es una catástrofe de manual, que se repite a diario y cuya prevención debería estar a la cabeza de todas las agendas públicas. Pero todo indica que falta algún tiempo para que esta elemental prudencia se instale en la cabeza de la derecha instintivamente negacionista. Aquí, en casa, tenemos a don Carlos Mazón, que hace lo que ve hacer a sus mayores. A su turno, el futuro emperador de occidente, que no pierde ocasión para exhibir su característica mezquindad y brutalismo, ha irrumpido en la catástrofe de Hollywood atribuyendo la culpa al gobernador de California porque, en su presidencial versión, este dedica las reservas de agua que han faltado contra el incendio a la conservación de un pez inútil.

El viejo ha seguido las indicaciones del antiguo régimen mediático, el vigente antes de las redes sociales, y ha dedicado parte del poco tiempo que le queda a verificar la verdad sobre este pez repentinamente famoso cuyos cuidados exigen la destrucción de nada menos que el poder blando del imperio. En las fuentes a mano, el viejo ha encontrado dos identificaciones del pez: el eperlano (osmerus eperlanus) y el pejerrey (odonthestes bonaerensis). Ciertamente, un lego no los distinguiría en la pescadería por su tamaño y las irisaciones de sus escamas pero son biológicamente distintos y geográficamente distantes, y de ninguno se dice que navegue en las playas de Malibú. El eperlano es europeo (como Groenlandia) y habita en las zonas costeras del Atlántico Norte, entre el Golfo de Vizcaya y el mar Báltico. El pejerrey es americano y se encuentra en las costas del Atlántico Sur, entre el sur de Brasil y Argentina, aunque ha sido introducido en otros entornos como el lago Titicaca.

De modo que en la comunicación pública de la era Musk, lo que millones de ciudadanos con derecho a voto llegan a conocer de esta tragedia es el meme del gobernador de California (un estado cuyo peibé más que duplica al de España) llenando de agua con una manguerita un estanque en el que navega feliz un cardumen de eperlanos o pejerreyes, la especie no está clara, mientras a su alrededor arde como una tea la principal máquina de proyección planetaria del modo americano de vida. La reacción  del ultrajado ciudadano es inmediata e inevitable: make america great again.

En el incendio de Hollywood encontramos todos los rasgos aciagos del tiempo que se nos echa encima: una catástrofe natural aumentada exponencialmente por el uso especulativo del suelo y el desarme de los servicios públicos; una comunicación pública empobrecida y sectaria, cuando no directamente falsa, y una sociedad fracturada y huérfana de protección por la acción de sus propios gobernantes. La culpa la tiene un pez. Ya lo hemos visto en Valencia con menos glamur.