El jefe resucita y su segundo en la empresa muere. Un viaje de ida y vuelta en el que se habrán encontrado en algún punto de la laguna Estigia. Muere el primer papa precario del que tenemos noticia los vivos, que sustituyó la silla gestatoria por una silla ortopédica de ruedas. El pastor que encontraba su legitimidad en la cercanía del rebaño y no en los conciliábulos del consejo de administración que rige la ganadería. El jesuita que fungió de franciscano y despojó su nombre del número romano que indica su lugar en la dinastía, como si presidiera un reino auroral, indiferenciado, donde fieles e infieles están igualmente desnudos. Vino de los márgenes geográficos y materiales del imperio y trajo consigo al palacio los hábitos y esperanzas de sus remotos habitantes, cuando el gran capital y sus seguidores reemprendían la conquista del mundo después de la crisis económica global de 2008.
Nada hay más anecdótico que la muerte de un individuo en una institución que se predica eterna, por más que reciba el homenaje de unas exequias faraónicas, que en este caso hay que sospechar que no lo serán tanto. Ahora, en el mejor de los casos, le espera una hornacina con su efigie en el retablo de la basílica de san Pedro si sus partidarios son lo bastante numerosos y fuertes para elevarlo a los altares. El trámite exige que le sea atribuido un milagro ocurrido y probado por su intercesión y, teniendo en cuenta que una de sus últimas audiencias fue con el vicepresidente de estadosunidos, el tal Vance, un católico con un revólver en la sobaquera como los que amenizaron la infancia de la generación de este escribidor, el milagro bien podría ser la desaparición de los aranceles ideados para putear a los pobres de la tierra. Eso sí sería un milagro aunque, visto el nivel de exigencia, lo probable es que la memoria del difunto tenga que conformarse con un rincón en una capillita trémula a la luz de una lámpara de aceite junto a una foto del Che Guevara, en algún barrio de malevos del país argentino. En fin, dios proveerá.
Los noticieros tienen dificultades para describir las virtudes y defectos del difunto, que en gran medida son sobrenaturales o simplemente secretos, así que enfatizan los detalles. Francisco ha reinado doce años, lo que quiera que signifique este troceado temporal de una institución eterna por definición. De niño, intrigado por la edad del abuelo Benjamín y quizás instigado por algo oído en la catequesis, le pregunté cuántos papas había conocido y, tras pensarlo un momento, me respondió con orgullo de superviviente que cinco, desde León XIII. El número impresionó al chaval y ahora, que soy más viejo que el abuelo cuando le hice la pregunta, resulta que he compartido mi tiempo con siete papas, desde Pío XII. Contar los papas que han sobrevolado tu existencia es como mirar al cielo y distraerse contando las nubes que pasan.