La invitación a participar en una sesíon de lectura sobre La montaña mágica me ha llevado a pasar un  par de semanas fajado con la novela, provisto de papel y lápiz. Lo que Thomas Mann describe en esta obra es la educación sentimental de un joven burgués internado en un sanatorio antituberculoso en Davos, en los Alpes suizos. El azar histórico, o acaso la necesidad, han puesto de repentina actualidad el mensaje de la novela porque en el mismo edificio en que se desarrolla la ficción, convertido ahora en un lujoso hotel, se celebra a partir de hoy y durante tres días el llamado foro económico mundial,  una reunión anual de los prebostes del dinero en la que peroran vagamente sobre las fortunas y desgracias que constituyen su negocio y que afectan a todos los habitantes del planeta. En la presentación de su novela a los estudiantes de la universidad de Princeton, en 1951, Thomas Mann afirmó que La montaña mágica representa una época en la que “el capitalismo funcionaba bien”. Así parece, los ingresados en el novelesco sanatorio constituyen una selecta representación de la clase cosmopolita y ociosa que a principios del siglo pasado gobernaba el mundo y disfrutaba de sus dones, entregada a sus juegos, pasiones y elucubraciones en un espacio cerrado y en un tiempo estanco. Los habitantes de esta burbuja de lujo y evasión de la realidad están objetivamente enfermos y la muerte, discretamente oculta, ronda su existencia, pero esta circunstancia carece de connotaciones aflictivas y más bien es un signo de distinción del que los pacientes hacen alarde festivamente contándose entre sí sus cuitas y ocurrencias, entre toses cavernosas y horripilantes pitidos respiratorios. Nada perturba las rutinas de los huéspedes de Davos, los cuales se refieren a sí mismos como los de “aquí arriba” en contraste con los de “allá abajo”, es decir, el resto de la humanidad, de la que están separados por un abismo de desigualdad e incomprensión. El relato se expande en círculos concéntricos sin avanzar ni agotarse nunca hasta que, en el último capítulo, un suceso externo da al traste con este mundo ensimismado y prisionero de sí mismo. Es el estallido de la primera guerra mundial, a la que los distraídos huéspedes del sanatorio se han acercado sin sospecharlo, como sonámbulos. Al término de la historia, después de mil páginas de disquisiciones filosóficas, lances amorosos, juegos de sociedad, curas diversas y ejercicios corporales y anímicos, el lector busca a Hans Castorp, el refinado protagonista de la novela, entre decenas de miles de reclutas de la maquinaria de guerra de los imperios beligerantes, hundidos en el fango entre las alambradas y bajo el fuego de obuses y ametralladoras. Innominados e indistinguibles como inmigrantes atrapados en una patera de los que no sabemos si se han ahogado en el mar o han llegado a tierra y esperan en un centro de detención a que mejore su suerte.