Sala de espera en la consulta del dentista, esta mañana. Una decena de individuos de toda edad, género y condición comparten dos rasgos comunes: una dolencia en la boca y una hermética expresión de incertidumbre. La preocupación, el miedo, la esperanza, se reparten en dosis variables entre los pacientes. Rostros graves, miradas absortas sobre la pared de enfrente, en el hojeo de una revista pasada de fecha o en la tonta intimidad de la pantalla del móvil. La espera. El vacío me lleva a advertir dos rasgos de mi biografía en los que para mi sorpresa nunca había reparado. Primero, que tengo edad para que la dentadura sea un motivo de preocupación. Y segundo, que toda mi vida adulta, como ciudadano demócrata, que dirían los cursis, no ha sido sino una interminable espera. En el preámbulo de mi biografía como demócrata, esperé a que me llamaran a filas para jurar bandera (una bandera de verdad, mortífera, de las que te prometen que ofrecerás tus tripas por la patria en el barro de una trinchera, como eran las banderas de antaño y no el mamoneo de esteladas y rojigualdas de hogaño empuñadas por adictos a la épica); pasado el trance, esperé hasta los veinticinco a que muriera Franco cuando le plugo a su naturaleza; luego, a que los herederos del régimen se pusieran de acuerdo para urdir la constitución que habría de regirnos; al poco de eso, esperamos con el ánimo encogido a que terminara el golpe de estado de Tejero y compañía; más tarde, esperamos a ingresar con gran alharaca en el tingladillo que llamábamos europa; luego esperamos a que se acabara de una maldita vez la pesadilla del terrorismo; luego, que don Zapatero nos sacara de la guerra en que nos había metido don Aznar; más tarde esperamos a ver si los agujeros de la corrupción eran o no más grandes que el queso del estado, y, en fin, así han pasado los años. Una espera interminable jalonada de visitas a las urnas como quien va al dentista. La política es un negocio de dentistas. Ahora esperamos, reclinados en el sillón, a que don Puigdemont y don Rajoy decidan qué intervención será necesaria para la salud de la patria y elijan el instrumento adecuado para llevarla a cabo. Están todos sobre la mesa, como se dice ahora, y todos son inquietantes: ganchitos, serrezuelas, tenacillas, taladros, una panoplia de cámara de tortura abrillantada por la retórica democrática. Una cosa es segura: saldremos del lance quizás aliviados, pero no más esperanzados. Declaración unilateral de independencia, primero; luego, artículo ciento cincuenta y cinco, o al revés, ¿quién sabe? ¿Y luego? Ya veremos, vuelva a la sala de espera, que le avisaremos cuando sea su turno. El foco cenital que vierte su luz sobre el paciente (qué palabra más apropiada) acostado en el sillón quirúrgico ha diluido el fulgor de las banderas que tremolaban en la calle en estos días pasados. En este alvéolo luminoso no queda más que un tipo con la boca grotescamente abierta a la espera de que la penetren con algún artefacto clínico, ya sea la dui o el 155.