El discurso público ondea en las redes como una bandera de colorines, que los mirones absortos en la pantallita del móvil enfatizan o modifican o destruyen a su antojo, con una simple pulsión del dedo pulgar. El mismo dedo cuya aparición está en el origen de la vertiginosa evolución de los homínidos sirve ahora para crear y destruir mundos virtuales en un parpadeo. El asunto de que se trate dura unos minutos o unas horas en el ciberespacio y retiene la atención del público hasta que desaparece como ha aparecido, sin justificación alguna. De repente, un misil con carga nuclear se acerca a las islas Hawai y la amenaza es urgida y pregonada a través de todas las terminales móviles en poder de los bípedos implumes que corretean de aquí para allá en busca de refugio y, al poco, el misil se ha desvanecido, convertido en una falsa alarma. La única descuidada explicación ofrecida por un tipo de camisa floreada, que funge de autoridad, es que alguien pulsó la tecla inadecuada y se fue a casa después de su horario de servicio y, por decirlo así, se dejó la alarma puesta como quien se deja la sartén en el fuego. No hay manera de tomarse en serio una civilización tan vacua y banal como la que nos envuelve, en la que la estupidez y la irresponsabilidad han tomado el mando.

La alarma no hubiera sido posible si el descerebrado presidente del país de la falsa amenaza no dedicase él mismo su tiempo a excretar fantasiosas amenazas por tuiter. El relato funciona si las emociones están receptivas al mensaje, como ya puso en evidencia Orson Welles y su célebre emisión radiofónica de La guerra de los mundos. Lo que nos ha confirmado el episodio de Hawai es que la tecnología exponencialmente desarrollada no remedia este estado de alucinación colectiva sino que lo potencia. La radio o los smartphones nos ponen en contacto con nuestra estupidez, pero no nos ayudan a identificarla y menos a corregirla. Podemos imaginar que la aparición del pulgar oponible en la anatomía fue recibida con una mezcla de curiosidad, reticencia y perplejidad entre aquellos primates que aún no eran el homo habilis. Una buena parte del grupo debió verlo como un estorbo que les restaba velocidad para huir del peligro y debieron tardar no poco en descubrir que el carácter prensil de la mano les permitía construir empalizadas y empuñar armas frente a los enemigos en vez de salir de estampida a cuatro patas. A los homínidos tardíos que habitamos ahora el planeta se nos ofrece una nueva función (binaria) del pulgar: pulsar o no pulsar me gusta ante la torrentera de chorradas que navegan por la red.