Una de las expresiones más irritantemente vacuas y repetitivas que menudean en la jerga oficial es estado de derecho. Políticos y tertulianos la blanden como una jaculatoria, lo que indica cierta inseguridad, cada vez que la política pisa la raya de los juzgados, circunstancia muy frecuente en estas fechas. La oímos  a cuenta de la corrupción del pepé, del guirigay catalán y hace unas horas, con circunstancial intensidad, a propósito de la condena del tribunal europeo de derechos humanos al estado español por el trato inhumano y degradante dado por la guardia civil a dos detenidos que luego fueron condenados por el  atentado contra la terminal del aeropuerto de Barajas, en el que se produjeron dos víctimas mortales, además de un incalculable estrago material. España es un estado de derecho, repiten. Todos los estados lo son porque todos se legitiman en un corpus legislativo que define, más o menos, el marco de derechos y obligaciones de los ciudadanos y, también más o menos, el comportamiento de los funcionarios, y todo discurre como la seda hasta que es el mismo estado el que resulta cuestionado. El estado, desde Hobbes, es un ogro al que la sociedad otorga de grado o por la fuerza el derecho a defenderse a sí mismo con el argumento de que al hacerlo defiende también a la sociedad y evita que, como dice el tópico, el hombre sea un lobo para el hombre. La redundancia reside en que el estado de derecho lo es dentro del derecho del estado, y fuera de este marco puede ocurrir cualquier cosa.

Nuestro arriscado ministro de justicia ha celebrado que la sentencia del tribunal de Estrasburgo no hable de torturas, sino de trato inhumano, como si en un cuartelillo de la policía eso significara alguna diferencia. Tortura, como corrupción, son términos genéricos que designan pero no definen comportamientos delictivos que se comprenden intuitivamente, aunque luego sean objeto de distingos en el código penal. La tortura a los detenidos por terrorismo fue frecuente, si no rutinaria, y sabida, mientras estuvo activa la banda, y en algún caso con consecuencias letales, pero, a partir de que se solidificara el pacto antiterrorista y las víctimas recibieran un explícito apoyo político y de la sociedad, la negación de la tortura se convirtió en doctrina jurisprudencial -como ha evidenciado la sentencia de Estrasburgo- con el blando pretexto de que era una invención de los detenidos. Jueces y fiscales actuaron con arreglo a este criterio, a veces contra toda evidencia, sabiéndose apoyados por el gobierno, los partidos y la opinión pública. Y fuimos muchos, sin duda la mayoría, los que aceptamos esta verdad oficial si servía para salir de la pesadilla de atentados y crímenes en que vivíamos desde que teníamos memoria. En nuestro ánimo, suspendimos el derecho para defender al estado. Visto en retrospectiva, creemos que tuvimos razón, pero esa es una opinión política, no jurídica, ni humanitaria. El trato inhumano sufrido por los dos detenidos de la sentencia de Estrasburgo no permite olvidar la salvaje voladura de la terminal de Barajas en la que dos inmigrantes sin techo perdieron la vida. Ese era el estado de ánimo de la sociedad cuando ocurrieron los hechos. Por eso, resulta chirriante la expresión estado de derecho como si fuera una realidad inmarcesible.