¿Estamos seguros de que el bipartidismo ha muerto en España? El éxito de la moción de censura de don Sánchez ha vuelto a inflamar las velas del pesoe en los sondeos, cuando apenas unos meses antes el partido parecía un muerto en vida. Tampoco es seguro que el calamitoso estado en que don Rajoy ha dejado al pepé vaya a durar más tiempo que el que le cueste ponerse en pie y recuperar una cierta estabilidad. La sociedad española es más providencialista que democrática. Aguanta las presiones pero no soporta la incertidumbre y, si ha de haber cambios, deben hacerse de tal modo que estén revestidos de una solvente pátina de conservadurismo. Ahora mismo, el problema del nuevo gobierno socialista es discernir qué parte de la herencia conservadora puede arrojar al vertedero sin que el peso de los trastos viejos y su propio exceso de impulso le arrastre por la ventana. Quitarle las medallas al torturador Billy el Niño es uno de esas reliquias de la herencia, que al pepé le resulta indiferente, a lo que seguirá, si acaso, la exhumación de la momia de Franco. Son pleitos viejos, de hace cuarenta años, y la derecha, por la cuenta que le trae, está a otras.
La moción de censura ha reordenado el campo político hacia un paisaje más tradicional, fácilmente identificable y muy cómodo para la población mayor de cincuenta años, que aún cuenta, a pesar del relevo generacional que registra el país. No habrá rupturas ni sobresaltos sino la vieja y afelpada alternancia de toda la vida, aunque en esta circunstancia se haya producido por el procedimiento inédito de la moción de censura, pero para todo hay una primera vez, ¡qué se lo pregunten a los catalanes y su ciento cincuenta y cinco!
Los partidos emergentes, que en algún momento creyeron que iban a ocupar la finca de sus mayores, vuelven a su papel de auxiliares de estos. Podemos ha aceptado la evidencia de que no sobrepasará al pesoe y se afana en parecer su leal y servicial aliado, y ciudadanos parece haber renunciado a engordar en militancia y espacio político vampirizando al pepé, y es que en este capítulo de la historia pugnar por ver quién ondea la rojiguada con más garbo resulta una redundancia inútil. Oigan el oráculo de don Aznar, el tenebroso: la derecha, una. Cuatro partidos en liza son muchos para que haya juego para todos en una cancha diseñada para que peloteen dos contendientes. La constitución que nos rige instituyó un sistema de reparto de poder de asombrosa estabilidad, como hemos descubierto ahora, cuando la acumulación de presagios parecía anunciar un terremoto en el sistema. No ha sido así; de hecho, todo parece haberse resuelto con una moción de censura que es a la política constitucional lo que un golpe de varita mágica a la prestidigitación. ¿Y cómo funciona el sistema?
En el ámbito general opera a través del eje derecha/izquierda con tendencia centrípeta de los polos que corren a encontrarse en esa zona hipotética que llamamos el centro, donde reina la cautela, la moderación y, según los expertos, se ganan las elecciones. El mismo sistema de poder pactado en la constitución incluye que en las comunidades históricas con pujos separatistas reinen las respectivas derechas nacionalistas del lugar. Cada vez que estas han visto insatisfechas sus pretensiones o, por mor de avatares electorales, han sido desplazadas del gobierno regional por la izquierda, necesariamente híbrida de nacionalistas y unionistas, ha subido la temperatura independentista. La experiencia también nos enseña que estas crisis independentistas son pasajeras y desaparecen en la medida que la derecha local encuentra el modo de volver al poder. Los vascos hace tiempo que recuperaron este equilibrio y los catalanes están a ello. ¿Quién iba a decir a los viejales de la transición que íbamos a volver a la casilla de salida después de estos últimos años en que la tierra no ha dejado de temblar ni un solo día bajo nuestros pies?