El pasado mes de abril don Puigdemont celebró el septuagésimo aniversario del estado de Israel, cuyo destino se ha perfeccionado ahora mediante la aprobación de una ley en el parlamento israelí que consagra el carácter nacional judío del estado y reduce a la población palestina originaria a la condición de metecos. La misma ley, de inspiración teocrática (bíblica), legitima la unificación de Jerusalén como capital del estado, la futura erección del tercer templo en el lugar que ahora ocupa la mezquita de Al Aqsa, la consolidación de los asentamientos en los territorios ocupados, la creación de barrios solo para judíos en las ciudades y la obliteración del árabe como lengua oficial. Es decir, ha culminado en términos legales un proceso colonial, supremacista y segregacionista que conserva intacto el potencial desestabilizador que ya tenía en sus orígenes en mil novecientos cuarenta y ocho. El brindis de don Puigdemont por esta hazaña indica que él aspira a un destino análogo para Cataluña y así podemos entender mejor la prosa supremacista de don Torra y un prusés que ha excluido de principio a la mitad de los catalanes. No es el único caso que hay en este momento sobre la mesa. El proyecto de un futuro estatuto vasco pactado por el arco nacionalista contempla una inquietante distinción entre nacionales y ciudadanos, según la cual todos los nacionales serían ciudadanos pero no todos los ciudadanos serían nacionales, lo que anuncia una inagotable fuente de discriminación en todos los ámbitos de la existencia: educación, sanidad, vivienda, empleo, transporte, donde la primera pregunta, orwelliana, sería: ¿es usted nacional o solo ciudadano?, ¿es usted judío o solo árabe?, ¿es usted vasco o sobrevenido?
La globalización y las crisis –económica, financiera, ecológica, humanitaria, etcétera- que la acompañan tienen el inesperado efecto de fraccionar a la humanidad en pueblos estancos, que no deben su existencia más que al miedo al futuro y al consiguiente odio al vecino. Esta eclosión de particularismos cumple dos funciones. Una, de orden psicológico, porque ofrece un fundamento identitario, una especie de anclaje en la tierra en un tiempo en que diríase que nos la arrebatan bajo nuestros pies. La segunda función está dirigida a romper los lazos de cohesión social que vinculan a ricos y pobres en el estado democrático; los partidarios de la autodeterminación son siempre los ricos y ofrece a estos un pretexto no económico, que es el real, sino histórico, cultural, etnicista o teocrático, para privar a los pobres de las oportunidades del común.
Esta deriva histórica está provocando un paradójico bucle. Israel afianza sus alianzas con los gobiernos nacionalistas de Europa, en Polonia y Hungría, donde se da la circunstancia de que gobiernan los herederos políticos y sentimentales de aquellos grupos y partidos antisemitas que hicieron posible el Holocausto y en consecuencia el estado de Israel. En este giro político, el cínico y corrupto Netanyahu, que tuvo la desvergüenza de atribuir a los palestinos la responsabilidad del inicio del Holocausto, lo que obligó a frau Merkel a poner los puntos sobre las íes de la historia, ha hecho la vista gorda sobre la nueva ley polaca de Auschwitz, dirigida a penalizar cualquier afirmación de la existencia histórica del antisemitismo en Polonia, probada y real, y que sin duda favoreció el exterminio de los judíos en su suelo. Esta tergiversación oficial de la historia, elevada a rango de ley, ya ha ocasionado manifestaciones de odio contra los memoriales del exterminio de los judíos y de otros grupos europeos, los únicos lugares que nos recuerdan lo indecentes y criminales que podemos llegar a ser.