El desembarco más famoso e influyente de la historia -de nuestra historia- tuvo lugar el seis de junio de mil novecientos cuarenta y cuatro en las playas de Normandía. Aquella acción abrió el frente occidental contra Hitler y aceleró la derrota del nazismo que ya había comenzado en Stalingrado año y medio antes. El desembarco tuvo otro efecto más duradero: extendió el imperio americano a la mitad occidental del continente e inauguró un largo periodo de paz a la sombra de los misiles. Los europeos occidentales aprovechamos el lapso para cerciorarnos de que estábamos escarmentados de los nacionalismos del pasado, reconstruir la economía y la sociedad con un talante cooperativo y pacífico, y disfrutar de la vida de una manera hasta entonces desconocida. La unión europea es el fruto de aquel paréntesis, del que todo indica que va a ser un hecho del pasado  más pronto que tarde.

En algún momento, digamos en los noventa, después de la caída del muro de Berlín, el sistema que regía el mundo registró una serie de mutaciones cuyos efectos eran inimaginables entonces. Como consecuencia de estos cambios, el espacio económico europeo derivó en un juego estúpido y hostil de países acreedores y deudores; la incorporación de los países del centro y del este no terminó de ser digerida por el núcleo occidental, la galopada neoliberal hacia el capitalismo financiero destruyó estructuras productivas y dejó en la cuneta a colectivos cada vez mayores de europeos de todas las nacionalidades y clases. Las cesiones de soberanía de los países miembros a favor de las instituciones comunitarias terminaron  por hacer inoperante el estado-nación ante los desafíos económicos y sociales (la inmigración es el caso más evidente), lo que sumado a la propia inoperancia de las instituciones supranacionales, tiene al conjunto de la unión sumido en un estado de estupor del que habremos de salir pronto, de grado o por la fuerza.

El hecho más relevante, por ahora, de esta situación es que Europa, aliada, socia y vasalla de Estados Unidos desde hace setenta años, es ahora su enemigo, en apreciación de don Trump, y en consecuencia ha sido objeto de un segundo desembarco, esta vez no para liberarla de sus fantasmas sino, al contrario, para estimularlos y lograr así la destrucción del continente tal como lo conocemos. De momento, el desembarco no es militar ni masivo, como el de mil novecientos cuarenta y cuatro, sino una pequeña cabeza de playa dotada de un sistema de comunicaciones para fomentar, alinear y coordinar los florecientes intentos domésticos de subvertir la unión. Steve Bannon, el gurú de extrema derecha que inspiró y acompañó a don Trump en su carrera a la Casa Blanca, ha instalado en Bruselas un tinglado dirigido a fomentar el mejunje de nacionalismo y xenofobia que tanto éxito ha tenido al otro lado del Atlántico (y a este lado, para decirlo todo). El nombre del tinglado –el Movimiento, que debiera poner los pelos de los españoles como escarpias- indica que no quiere ser una ocurrencia blanda ni pasajera. Ojo con las aparentes chuminadas.