Lo que comparten la derecha española y la iglesia católica no es solo la fe, que la primera recibe y la segunda imparte, sino un mismo sentido de la propiedad. Ni una ni otra pueden imaginarse a sí mismas sino como poseedoras tanto de los bienes materiales de la nación como de las almas de sus ciudadanos. La simbiosis entre ambas instituciones –lo que se ha venido conociendo históricamente como nacionalcatolicismo– consiste en un reparto oportunista de las tareas de acumulación de capital por parte de ambas entidades con el objetivo de no dejar ni un ápice en manos de quienes no están dentro de este acuerdo, es decir, la mayoría del país. Una de las más famosas variantes de la privatización que llevó a cabo el gobierno de don Aznar y su derechismo sin complejos fue la inmatriculación de bienes que, so pretexto de que carecían de titular registrado, pasaban a poder de la iglesia por un mero acto de voluntad de esta.
Confieso que tardé en comprender qué significaban las inmatriculaciones, palabro de nuevo cuño que ni siquiera registra el diccionario rae, cuando hace ya unos años tuvimos noticias públicas de su existencia y el proceso de apropiación clerical estaba muy avanzado. Nunca he dudado de que la iglesia fuera a rapiñar lo que estuviera a su mano porque es esencialmente una entidad parasitaria pero me resultaba difícil de entender que un gobierno democrático, aunque fuera el de don Aznar, otorgara a las diócesis la condición de fedatarios públicos de los bienes de los que se apropiaban (otorgamiento que, por cierto, no ha dado lugar a ninguna protesta de la cofradía de fedatarios oficiales, notarios y registradores de la propiedad). Las inmatriculaciones son una forma típica del sesgo que tuvo la liberalización económica bajo la férula del pepé: liberalización del suelo para la especulación inmobiliaria, privatización de empresas públicas, todo lo cual ha fermentado la consabida corrupción, y un diezmo (no sé si primicia) de lo ganado para la iglesia, como ordenan sus mandamientos, en forma de inmatriculaciones. Por supuesto, la iglesia no lo ve de este modo, ni siquiera apela a la letra de la ley civil que le autoriza el negocio sino a un argumento típico y ligeramente delirante, a su estilo.
La Iglesia solo ha inmatriculado aquellos edificios que en su momento construyó el pueblo cristiano con un fin muy determinado: rezar, celebrar la eucaristía juntos, reunirse, etc. Ha inmatriculado, por tanto, también las casas anexas a las parroquias. Al leer lo de las casas anexas no he podido evitar una punzada de espanto. La casa desde la que escribo estas líneas linda al otro lado de calle con la parroquia de San Miguel cuyo campanero loco trepana en estos momentos la cabeza de los inquilinos para arrebatarles, digo yo, el alma, o en su defecto la tranquilidad y obligarles a huir a fin de convertir este modesto cubil en un bien mostrenco susceptible de inmatriculación. Por la época en que se construyó, los albañiles eran sin duda cristianos por las buenas o por las malas, como dice la ordenanza, así que ya tenemos un requisito. En esta remota provincia subpirenaica las inmatriculaciones han sido numerosas y variadas, han afectado sobre todo a bienes del ámbito rural y tuvieron una respuesta civil temprana, si bien minoritaria, y por ahora con escasos frutos. El gestor de estas apropiaciones en nombre de la diócesis fue un cura hijo de un prestigioso abogado de la plaza que fundó y presidió el partido de derecha que ha gobernado la provincia durante más de un cuarto de siglo. Quién sabe si ahora que ha cambiado el gobierno regional habrá también un giro en la situación, como el que al parecer va a llevar a cabo el gobierno central, aunque más vale no alimentar esperanzas.