Uno de los rasgos anómalos de nuestro sistema político es la indefinición –semántica y de calendario- de la fiesta nacional. El día de la constitución, que en buena lógica debiera ocupar ese rango puesto que recuerda el acto material y jurídico de la instauración del régimen, se celebra, por decirlo de algún modo, el seis de diciembre, y excepto porque representa una apetitosa ocasión de puente vacacional prenavideño, a pachas con la fiesta de la inmaculada concepción (la iglesia siempre por medio), nadie se acordaría de ella. Así que por ley la fiesta nacional se celebra el doce de octubre, el día que Colón llegó a América hace cinco siglos. Una añeja fecha tiznada de sueños imperialistas, que en los años de plomo y miseria se llamó día de la raza y luego, un poco más finamente, de la hispanidad, sin que nada tenga que ver en este momento con las relaciones de España con los países de Latinoamérica. Una parada militar, tan repetitiva y obvia como la ingesta de las doce uvas el treinta y uno de diciembre, es la manifestación del día. El anterior presidente del gobierno don Rajoy calificó el desfile de coñazo en el único momento que se le recuerda que renunciara a los retruécanos y demás cubileteos verbales para definir un hecho.
El ejército ha dejado de ser, por fortuna, la institución vertebradora del país y todo indica que eso no tiene vuelta atrás, así que la sobreexposición militar que preside la jornada, que viene de una época preconstitucional, no hace más que inducir al equívoco. Una manera tradicional de salir de él es la parodia y por ese camino la mascota de la legión –una cabra que desfila al frente de estas unidades africanas y africanistas con el mismo garbo con que se contonean las serpientes de la plaza de Jemáa el Fná bajo las dulzainas de sus encantadores- ha devenido protagonista de la jornada. La circunstancia de la cabra, como la de las serpientes, es un caso típico de maltrato animal, según las pautas higiénicas actuales, pero también vestigio de tiempos bárbaros, de mercenarios de horca y cuchillo y sociedades atrasadas y sumisas que bailan al son que marcan sus dueños. Estas ensoñaciones excitan lo más atávico y sentimental de nuestra ciudadanía. Y aquí llegamos al otro rasgo típico de la jornada, que se repite cada año: el desfile sirve sobre todo para que el presidente del gobierno constitucional que ocupa la tribuna sea abucheado e insultado con mayor o menor contundencia por el buen pueblo que jalea al ejército de la cabra. Bajo la farfolla de una celebración que se quiere democrática crepitan las ascuas de los tiempos bárbaros. Por eso el desfile de la hispanidad es algo más desapacible que un coñazo.