Los árabes saudíes han dado tres grandes pasos hacia la modernidad: 1) permitir, no sin algunas cautelas y restricciones, que las mujeres conduzcan vehículos, principalmente cochazos de alta gama en los que la tersura de la tapicería hace difícil que les haga cosquillas en la entrepierna; 2) sustituir la tradicional gumía de degüello por la motosierra, y 3) sintetizar el aljamiado nombre del príncipe heredero del reino en un logo fácilmente recordable en el mercado global (MbS, Mohammed bin Salman). Después de este esfuerzo reformador han quedado exhaustos, y algunos, como el periodista Jamal Khashoggi, literalmente destrozados. Tan exhaustos unos y destrozado el otro, que el cuento de las milyunanoches difundido por el reino para explicar el asesinato del periodista aún es más absurdamente inverosímil que la versión que se venía anunciando en días pasados según la cual la muerte le habría sobrevenido a Khashoggi inesperadamente en el curso de un interrogatorio. Esta historia introducía la certeza de que había sido torturado pero a MbS aún le ha debido parecer que era dar demasiadas pistas y la versión que aspira a definitiva es que el occiso falleció en el curso de una pelea, lo que implica aceptar la siguiente historia: un tipo gordito, con pinta de no haber montado nunca en camello ni en bicicleta estática, hombre de libros y papeles y periodista de fama internacional, entra en una sede consular para poner al día su documentación civil y como primera providencia se lía a guantazos con un grupo de ninjas que estaba por ahí, y lógicamente fenece en el intento. ¿Y el cadáver? Ni idea, debió salir corriendo. Es obvio que los príncipes saudíes llevan mucho tiempo diciendo la verdad solo a los camellos y a los esclavos.
En los sucesivos sorteos que hace occidente para asignar a diversos países puestos en el eje del mal, el reino del desierto nunca ha entrado en el bombo, a pesar de que es un régimen gansteril y por los menos desde el once-ese se tienen evidencias fundadas de que el rigorismo islamista que predica es el motor intelectual del yihadismo que golpea por todo el mundo. La doctrina de Al Wahab y la casa de Al Saud mantienen una relación simbiótica desde el siglo dieciocho y el resultado es una especie de nacional-salafismo que Riad exporta a las comunidades suníes del exterior merced a las rentas del petróleo. Khashoggi era simultáneamente reo de traición al régimen y de infidelidad al islam ¡como para que no le pasara nada! El asesinato forma parte de las funciones del estado cuando quienes lo dirigen deciden que no hay más alternativa que ejecutarlo, pero es moralmente inaceptable y deja una huella indeleble. Arabia Saudí ha sido un estado casi invisible hasta ahora, con el que se hacían negocios opacos por gente que ni siquiera estaba autorizada legalmente para hacerlos, como nuestro rey emérito, y ahora también Trump, que alardea en mítines y tuiters de lo mucho que le gustan estos beduinos ensabanados porque le compran -a él-propiedades inmobiliarias. Los negocios han permitido a los saudíes llevar a las relaciones internacionales las costumbres tribales de trueque de mercancías y favores que impera en la aridez del desierto, sin necesidad de parlamentos, tribunales de justicia y otras zarandajas occidentales. La barbarie que empieza a apoderarse del espacio liberal, de la que Trump es el epítome, les da la razón y el efecto contagioso es imparable. Ahí tienen a un pulquérrimo socialdemócrata como don Borrell defendiendo la venta de armas a MbS porque son inteligentes.